por José Joaquín Gallardo
hace 1 año
Han pasado los días y continúo conmocionado con lo vivido en la Maestranza de Sevilla el miércoles 26 de abril, cuando José Antonio Morante y el toro Ligerito crearon en el ruedo una obra de arte de inconmensurables dimensiones, que nos marcó a quienes tuvimos el privilegio de presenciarla en la plaza. En excelsa conjunción el hombre y el animal superaron con creces el más excelente toreo, para adentrarse en la historia de la tauromaquia.
En el espectáculo taurino se producen faenas malas, aceptables, buenas, muy buenas, excepcionales, cumbres y hasta sublimes, que son éstas las que nos ponen en comunicación espiritual con el torero mientras la lidia se va cuajando. Los aficionados sabemos esperar las buenas faenas y también sobreponernos a las rachas taurinamente soporíferas que a veces se producen. Somos espectadores sufridos, pero siempre esperanzados.
Más al margen de cualquier calificación artística, muy de tarde en tarde un torero y un toro logran el inusual milagro de la conjunción perfecta, cuando ambos derrochan arte en estado puro con lances excelentes y nobles embestidas. Entonces la sintonía es total y la faena alcanza el nivel ético y estético propio de lo sobrenatural, de lo divino, gracias a los dos pero merced también a los aficionados que, presenciando la lidia, creamos ese clima de inmensa felicidad que enmarca la ejecución perfecta del toreo.
Es justamente lo que cuajó José Antonio Morante vistiendo un precioso terno turquesa y azabache, repleto de reminiscencias históricas y premonitorio de que esa tarde de Feria se iba a escribir otra página del toreo verdaderamente histórica. Lo propició un toro del hierro de Domingo Hernández que ya será para siempre, en los anales de la tauromaquia, el toro al que Morante cortó el rabo en la Feria de Sevilla, sin necesidad de mayor identificación.
La faena fue un tratado de toreo y una ensoñación artística de la máxima calidad, repleta de lances y pases perfectos, lentísimos e interminables, de adornos y auténtica profundidad, de casta torera y bravura animal, de vistosos faroles inversos, inmensas verónicas, tafalleras, chicuelinas, naturales, derechazos y muchas más suertes. Pareció pararse el tiempo y la belleza de la ejecución de esa obra de arte taurina nos dejó absortos, inmersos en un estado de profunda felicidad, emocionados y hasta conmocionados diría yo.
El ruedo se transformó en sala inmensa de un gran museo, donde se sucedieron las más hermosas esculturas dinámicas de un torero y un toro que evolucionaban con exquisita estética entre olé y olé: una, otra y otra estatua más, talladas en bellísimas secuencias de una obra de arte viva, instantáneamente efímera y causante de profunda emoción en el espectador. Todos toreábamos con Morante. Que le den el toro entero, propuso a mi espalda un viejo aficionado cargado de años y horas de grada. Ya nos podemos jubilar, le contestó entre lágrimas otro de su misma quinta y con igual calificación cum laude en tauromaquia.
Cuando el toro cayó tras recibir la muerte y las caricias de dos postreros pases de pecho, nadie dudó en pedir ese máximo trofeo tan inusual. A mi lado ocupaba su sillón de tendido el ganadero don Antonio Miura, emocionado al ver que Morante cortaba un rabo en la Maestranza medio siglo después del último, que precisamente lo fue a un toro de su ganadería. En un palco la inconfundible silueta de Curro Romero, también feliz como lo estaba Rafael de Paula en el callejón. La historia más reciente del toreo, sevillano y jerezano, dieron el relevo a ese auténtico dios de los toros que también es de Sevilla.
El maestro Alberto García Reyes estuvo allí y lo clavó en su crónica titulada “Romance de dios en la plaza”. Claro que esa tarde Dios acogió a Morante y éste se convirtió en un dios del tiempo, estimado director. El Dios de todas las criaturas inspiró a Morante y también al toro bueno para que fuese posible la conjunción total en esa faena perfecta, donde el arte surgía como reflejo de la belleza y la perfección divina. Justamente por eso todo fue tan bello. Porque como bien has escrito, querido Alberto, “El toreo es un instante partido por la mitad: una mitad es Morante y la otra …”. Si, no lo dudes. La otra mitad es Dios, que también estuvo en la plaza.
José Joaquín Gallardo es abogado