
Reniego de Jorge Luis Borges cuando afirma que la amistad, a diferencia del amor, no requiere de la frecuencia. El gran heresiarca de la literatura que cuando fue al palacio de Dueñas preguntó si todavía estaba en pie el limonero de Machado. Después, lo olió, pero no lo vio. El amor es una eternidad probable. La amistad una complicidad insobornable. Un pequeño milagro que surge entre personas que no son de la familia. El pasado domingo me encontré con tu memoria retratada magistralmente por Reyes de la Lastra. Me senté al lado de tu cuadro y escuchamos juntos el primoroso discurso de ingreso en tu querida Academia de Buenas Letras de Eva Diaz Pérez.
Un fantástico recorrido por las calles de papel de la Sevilla escrita. Luego escuchamos el brillante discurso de contestación de Ignacio Camacho. Te dejé allí, debajo de la decimonónica efigie de Alberto Lista, el matemático que fundó el Instituto San Isidoro. Regresando por la calle Abades resonó la ausencia, ese vacío hueco.
Te echo de menos, querido Ismael, cuando miro las jacarandas que ya no puedes ver. Te echo de menos cuando bebo el vino tinto huérfano de ti. Te echo de menos cuando en tu calle de Umbrete el sol ya no da tu sombra. Te echo de menos cuando cae la tarde y la noche llega con menos piedad. Cuando llegué a la Alfalfa lamenté la insoportable quietud de los retratos. ¿La amistad? Lealtad, apego, aprecio, una cierta devoción. Nunca imaginé, querido Ismael, que te quería tanto. ¿Por qué puñetas hay que morirse para decirlo?

