Cincuenta años de Soledad
En la memoria, un niño de cinco años baja las escaleras, pisa la luz blanca del patio, esa mañana no está echado el toldo bajo la montera de cristal, sortea las macetas con grandes hojas verdes y sale a la calle de la mano del padre. Detrás se cierra la cancela grossiana de ranitas vidriadas. No va solo, le acompañan sus hermanos. El cielo está alto, muy alto, azul, claro, con un sol de invierno que no calienta. Hace frío, mucho frío, el abrigo gris de espigas, seguramente heredado de un hermano mayor, no consigue mitigarlo. Tiembla el niño, que lleva el tiempo cernudiano en el bolsillo, cuando pisa el mármol antiguo de la parroquia de San Lorenzo. Suena el órgano bequeriano, quizá algún motete de Eslava. Tras la misa, rellena una cartulina blanca rayada con sus datos. El niño, ¿cuántos siglos caben en una hora de niño?, ya es hermano de la Virgen de la Soledad. Era el 30 de diciembre de 1963, el penúltimo día del año maldito de la riada, en febrero, cuando desde el cierro de casa el mismo niño miraba, atemorizado, el trasiego de barcas por la Alameda.
