Es sobradamente conocida la afición que, en vida, cultivó Ernest Hemingway por las letras y por el alcohol. Quizás no se conserve igual constancia de la pasión que profesaba aquel laureado escritor por los monólogos de Miguel Gila, hasta el punto de ser capaz de invitarlo a copas con tal de escuchar sus interminables pláticas, sus singulares letanías que, casi siempre, iban cargadas de desconsoladas y delirantes referencias a la Guerra Civil, tal vez demasiado fresca aún en su memoria. En aquellos años de posguerra, también cuentan que Gila compartió calabozo con Miguel Hernández y que al poeta, entre el encierro y la tuberculosis, todavía le quedaban fuerzas para disfrutar con las viñetas que el humorista dibujaba. Para acabar de nutrir su biografía de peripecias amargas y absurdas, en 1.938, Gila tuvo que enfrentarse a un pelotón de fusilamiento, pero no fue una ejecución cualquiera. Se trataba de uno de aquellos fusilamientos fingidos que se prodigaron durante la guerra y también en los años que la sucedieron. Reza el tópico que la realidad siempre supera a la ficción y en este caso, ni el mismo Miguel Gila hubiera podido concebir una situación bélica o militar más disparatada para hacer reír a su público, siempre fiel y perdurable. Quizás fue el recuerdo de este suceso el que le inspiró, años después, para dibujar aquella macabra viñeta, publicada en La Codorniz, en la que un señor al que faltaba una pierna afirmaba que no era cojo, muy al contrario, su problema era que lo habían fusilado mal.
Si retrocedemos algo más atrás, a sus primeros años, encontramos a un Miguel Gila que pierde prematuramente a su padre y se ve acosado por un buen número de estrecheces y desventuras que irían jalonando una infancia a medio camino entre el esperpento y la desgracia, entre el absurdo y el melodrama lacrimógeno. Así, las dificultades económicas lo obligaron a abandonar los estudios a los trece años y se vio forzado a desempeñar un buen número de oficios variopintos: pintor de coches, mecánico de aviones, fresador, etc. Sin duda la memoria de aquellas penurias fue la que le ayudo a concebir aquella historia de mi vida que tantas veces narró sobre un escenario, pegado a su teléfono: aquella plática disparatada que nos hablaba de una familia humilde, a la que le tocó una vaca en una rifa y que no dudó en colocar la vaca en el balcón de la casa para que les diera la leche más fresca. Tal familia era la misma que envidiaba a sus vecinos ricos, ya que ellos, en su opulencia, se hacían las radiografías al óleo. Esta historia y otras muchas son las que nos hacen hoy recordar a Gila con mayor intensidad, tal vez porque él fue el pionero, el precursor de los monólogos cómicos, eso si, con cincuenta años de anticipación.
El comienzo de la Guerra Civil sorprendió a Miguel cuando contaba apenas 17 años de edad. Casi de inmediato se incorporó a la contienda, en el Quinto Regimiento de Enrique Lister. Al finalizar el conflicto bélico, Gila fue prisionero en Yeserías, Carabanchel y Torrijos. Su periplo como recluso terminó con un inolvidable servicio militar de cuatro años de duración. Posiblemente fueron los ingratos recuerdos de la guerra y el presidio los que le llevaron a concebir tantos monólogos telefónicos de ambiente militar y contenido surrealista. Imposible olvidar aquella frase tantas veces repetida: ¿está el enemigo?, que se ponga.
Tras la guerra, Gila comenzó su andadura mediática retransmitiendo partidos de fútbol en Radio Zamora para, tras distintos avatares, conocer el éxito en una actuación improvisada y espontánea en el teatro Fontalba de Madrid, en 1.951, precisamente con un monólogo bélico. Desde esa noche se sucedieron monólogos y más monólogos, actuaciones, teatros, radio, televisión, éxitos y reconocimientos durante cincuenta años. Todo ello sin olvidar su exilio voluntario en Argentina y su extensa obra como humorista gráfico en La Codorniz, Hermano Lobo, Exendra, etc.
Concluiremos con la reseña que Manuel Vázquez Montalbán hizo de él, en un artículo publicado en El País, el 2 de Febrero de 1.999:
"Durante 20 años, Gila fue el flagelo de la prepotencia franquista, desde la desarmante, perezosa cazurrería del telefoneador litigante. Sus llamadas telefónicas desde la guerra desvertebraban la armadura épica de los vencedores y ofrecían el cuadro de precariedades de España. Guerras blandas, relojes blandos, coches utilitarios blandos, mediocridades blandas".