
Benedicto XVI había muerto. Había llegado a los 95 años. El pueblo, incluído el católico, se encontraba cada vez más decepcionado con la política eclesiástica: el hambre no terminaba en el tercer mundo, las desigualdades se acentuaban de forma irreversible, las declaraciones de determinados miembros de la Iglesia anunciaban catástrofes y amenazas sobre cualquiera que se atreviera a contradecirles y desobedecerles...
El caos reinaba por vez primera sobre la religión católica y sus fieles, hasta entonces incuestionable en la voz de su Santidad. Pero éste había muerto, dejándolo todo patas arriba.
En un intento desesperado de todos los Cardenales y Obispos por recuperar almas perdidas, y por mantener la Ciudad del Vaticano lo más intacta posible, decidieron nombrar un nuevo Papa entre sus miembros más populares. Salió elegido por unanimidad un hombre relativamente joven, amable, cercano, de mentalidad aperturista y con ideas nuevas y tendentes a la solución de problemas concretos.
Este hombre, una vez nombrado Papa, empezó a tomar decisiones drásticas: pretendía desmontar gran parte del tinglado, vender cuanto se pudiera, destinar la mayor parte de la riqueza del Palacio a solventar problemas graves, como el sida, el hambre y demás.
Vestía de forma sencilla, y se negaba a llevar anillos de oro, varas, tocados, túnicas y avalorios que pudieran darle una mayor relevancia sobre los demás.
Tanto los católicos como los que no profesaban religión alguna, empezaron a idolatrarle, a quererle, a necesitarle...
Sólo eran decisiones escritas. Su ejecución y venta se producirían meses más tarde. Él se ofreció misionero voluntario para llevar la comida y las medicinas allá donde hicieran más falta. "No sólo de oración vive el hombre", se atrevía a decir...
Tres semanas después de su nombramiento, y como ya sucediera con Juan Pablo I, amaneció sin vida sobre su ostentosa cama, también incluida en sus planes de venta. El mundo entero lloró sin consuelo porque no sólo habían perdido un Papa.
Habían perdido la esperanza. Habían perdido la fe...
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