
Manolo, el chófer de la duquesa de Alba, natural de Carmona, tiene una apariencia engañosa. Pese a su imagen conservadora, camisa de cuadros, chaleco de cuello vuelto, calzado de cuero marrón, cuando se pone al volante con doña cayetana como copiloto, aferrada al asidero, y sus amigas marquesas detrás, tambaleándose de un extremo a otro, con todas las alhajas entrechocando entre sí, recuerda al vin diesel más embravecido de the fast and the furious y en la carretera, en pleno centro de la ciudad, ha reproducido escenas de las persecuciones de Ronin de John Frankenheimer y el ultimátum de Bourne con los paparazzis detrás. El martes de la semana pasada, en los aparcamientos del carrefour de camas, cuando me disponía a preguntarle a la duquesa acerca de la relación entre su hijo Cayetano y una amiga, logró despistarme antes y después de que ésta entrara en los cines abaco junto a Carmen Tello para ver una película, posiblemente el último mago (casi 300, que coincidía en horario, creo que aún no entra en sus planes). En la entrada, a pesar de que me prometió que lo iba a hacer por la puerta principal, introdujo a la aristócrata de 82 años por una salida de emergencia trasera que daba a un descampado donde un rumano, sentado en un banco de piedra con el cabello de punta, conversaba con una litrona cruzcampo. En la salida, sorprendí primero al chófer haciendo tiempo en la parte de atrás del edificio; luego, descubiertas sus tretas, murmuró una queja, subió al vehículo, un Volvo azul oscuro con matrícula se 4888 ctd, sin nadie como pasajero, y condujo a velocidad normal en dirección a santiponce. Al cabo de un rato, tras seguirlo a corta distancia, opté urgentemente por dar media vuelta, dado que me asaltó la sospecha de que el tipo me estaba tendiendo un cebo, pues a la primera de cambio éste era capaz de pegar un volantazo, meter la quinta, y, en un abrir y cerrar de ojos, tener a la duquesa acostada en su habitación del palacio de dueñas con el pijama de snoopy y el batín de pelotillas. Cuando volví al centro comercial, me situé en un punto estratégico para controlar los accesos y allí esperé, en permanente alerta, hasta que finalizó la proyección y comenzó una nueva, más allá de las nueve de la noche. Con el orgullo herido por haber cometido la torpeza de perder de vista a una octogenaria, rastreé las inmediaciones de las salas y pregunté desesperado a los empleados del Bocatta:
¿ha pasado por aquí la duquesa de Alba?
El adolescente que atendía la caja frunció el ceño, despachándome con la displicencia con la que se trata a los oradores políticos y a los testigos de Jehová, así que para intentar descubrir el truco que doña cayetana había aprendido del film y empleado conmigo, desandé mis pasos y retorné a la salida de emergencia trasera. Al final de la jornada, sólo obtuve un brindis del rumano con los pelos de pincho, que tenía la mirada perdida en el descampado.

