Ernesto, mi compañero operador de cámara por entonces, no estaba obsesionado con grabar la voladura de un puente ni nada por el estilo, porque no hacíamos reporterismo de guerra, sino carnaza, en palabras de una de mis coordinadoras, ni siquiera estaba preocupado por grabar a la Pantoja, que actuaba aquélla noche en la plaza de toros de Andújar, un pueblo remoto de la provincia de Jaén hasta donde nos habíamos desplazado. Pero yo sí tenía instrucciones claras de mis superiores de sacar el tema adelante, fuera como fuera, puesto que todavía estaba reciente la detención de la folclórica por su presunta implicación en la Operación Malaya, y como tanto a Europa y a Korpa nos habían negado las acreditaciones para acceder al recinto, maquinaba la forma de robar al menos unas imágenes del espectáculo musical. Mientras dábamos vueltas en busca de una solución, los fans de la tonadillera, que ya iban llegando en grupos para sacar una entrada, nos miraban con recelo, puesto que las cámaras nos delataban. En pleno auge del Tomate, horrorizado frente a la tele o el mediabox, había visto perecer en el campo de batalla a numerosos compañeros, chavales que se lanzaban a la aventura de cubrir alguno de sus conciertos a cambio de su primera experiencia audiovisual y de 48 lastimeros euros, y que cayeron en manos de una turba enfurecida de seguidores de la viuda de Paquirri. Un ejemplo terrorífico fue el de Fran y Noelia, dos jóvenes sevillanos que una noche en calidad de colaboradores tuvieron que cubrir a la Pantoja en una pequeña localidad de Huelva y salieron escaldados por los puñetazos y empujones de una multitud enloquecida de amas de casa y mariquitas, bajo un cielo enrojecido y depredador. Territorio Tomate es cuando aguardas en la salida a la folclórica, sintiendo el aliento del peligro a tus espaldas, y en el momento que asoma su coche, levantas la cámara, sacas el micro y ya sabes que no puedes dar un paso atrás, porque se avecina la reacción violenta de quienes disfrutan oyendo Marinero de luces o Yo soy ésa. Así que, volviendo a los hechos, ya estábamos a punto de tirar la toalla, cuando caí en la cuenta que las viviendas situadas en los alrededores de la plaza por su proximidad contaban con vistas al escenario y que los vecinos esperaban impacientes en los balcones el comienzo de la actuación. Ya se notaba el fragor del público, como un ejército que entona su himno de guerra, una muchedumbre que, hambrienta de copla, iba tomando asiento en los tendidos, por lo que decidí, acompañado de Vanesa, también redactora, subir hasta las plantas más altas de un bloque de pisos para intentar alquilar el balcón de algún domicilio particular. Sin embargo, las cantidades que los diferentes propietarios nos pedían por descargar el equipo en sus casas se escapaban de nuestras posibilidades. De 500 euros para arriba. Seguro que los de la tele ganáis mucho más Se equivoca, señora. No sabe cuánto. Bajamos las escaleras con aires de derrota, con el fondo de las pruebas de micro, y afuera sólo nos aguardaba el abrazo de El Mocito Feliz, que, cómo no, tampoco había querido perderse esa cita. Una vez reunidos con los cámaras en una plazoleta próxima, ya me disponía a telefonear al coordinador de marras, que a sabiendas estaría jugando una partida de solitario en una oficina con aire acondicionado, para comunicar nuestra rendición, que procederíamos a izar la bandera blanca, cuando advertí que abandonaba el portal de otro bloque de pisos una pareja de adolescentes que se disponía a hacer los preparativos para organizar un botellón. Hasta allí llegaban los vítores del gentío ante la contemplación de los primeros movimientos de la bata de cola, así que me acerqué a ellos y, en un golpe de suerte, tras hacer varias pesquisas y pedirles el favor, logré cerrar un trato con ambos por cien pavos. Por fin pudimos instalar los trípodes y yo cumplir mi misión de inmortalizar a una Pantoja más arremolinada que nunca. Abajo, varios pies desde nos encontrábamos, El Mocito Feliz había montado un tablao de flamenco improvisado con la chiquillería del barrio, en dura pugna con el espectáculo de la tonadillera, para llamar la atención y conseguir que lo grabáramos.
