Mi habitación no es la típica habitación de cualquier niña de diecisiete años. No hay fotos de los guapitos del momento, ni de futbolistas, ni de esos cantantes con cara de bobos con los que todas las de mi clase se quieren acostar. Las paredes permanecen en blanco, tan blancas que a veces su color daña la vista, y apenas hay en ellas detalles personales. Tengo, sin embargo, un cuadro que compré en una exposición de una artista aún no muy conocida.
Se llama COLOURFULL CHINCHETTOS.
Lo compré porque, en principio, me impresionó el título. Tan sugerente, abre tantas puertas... El fondo del cuadro es muy blanco, también. Después, hay una serie de muñecos de esos que se pegan en las espaldas de la gente el día de los Inocentes, y todos están pintados de un color diferente, y todos van unidos entre sí, como si estuvieran cogidos de la mano. Me pareció una perfecta manera de hacer frente a la discriminación racista.
Y por eso lo compré.
Y por eso lo he colgado en las desnudas paredes de mi habitación, porque me gusta verlo, y me gusta pensar que hay esperanza, y me agrada creer que todo puede ser...
Y, como en mi mundo todo es amargo y no hay lugar para ilusiones, los COLOURFULL CHINCHETTOS son mi única vinculación con la vida de risas y color rosa...
