
Es uno de los hombres con más capacidad que podamos conocer. Una inquietud constante le lleva desde hace años de un lado a otro. Yo creo que es una inquietud congénita. La única forma de conseguir verlo quieto es en cualquiera de las incontables fotos que divulgan por la prensa diaria sus pasos infatigables de Decano del Colegio de Abogados. Posee una genética joven de espíritu que reta a los años que cuenta, que deben ser ya algunos, y que con exactitud o incluso con aproximación yo no acertaría a suponer, porque su enorme vitalidad despista por completo al calendario.
Le he dado algunas vueltas a decidir si revelaba o no su nombre, habiendo dejado mis renglones en una adivinanza o en una intriga que lo hubiera protegido para entregarse siquiera a un solo acto íntimo de su vida, un acontecimiento importante al que tiene derecho sin focos ni entrometerse nadie que no sean sus más allegados. Pero los tiempos, que padecen el enorme vacío de la ejemplaridad, no están para silenciar ni disimular a gente que deja rasgos indelebles que imitar y seguir.
Estoy hablando, claro, de José Joaquín Gallardo, un hombre que lleva las mayúsculas por muchas más razones que las propias de hacer cumplir correctamente la gramática. Un hombre del que no podemos permitirnos el lujo de ocultar lo que hace, por familiar que sea su ámbito, ni seguir en su caso el mandamiento de que la mano derecha no sepa lo que hace la izquierda. Las cosas no están para dejar en la discreción los pocos casos humanos dignos de mirarnos en ellos.
José Joaquín Gallardo ha trazado como pocos la trayectoria de un gran conciliador en una ciudad tantas veces con bandos irreconciliables. Pertenece a una profesión que ha de moverse en montones de ocasiones lejos del sentido elemental, limpio y común de la justicia, como si sus terrenos fueran los de un campo de minas, con leyes malas y aplicaciones peores. Es un luchador incansable en busca de aportar nuevos instrumentos que hagan creíble la dignidad de la carrera que estudió y en la que otros siguen licenciándose. Por oscura que sea una toga, su presencia en las fotografías de nuevos colegiados es como un incentivo a la luz bien blanca de la mejor ética. De donde se vaya un día, en cualquier lugar del que se despida, las cosas serán ya siempre mejores que antes de llegar él. Y a lo mejor hasta deshace el pleonasmo de que el Derecho, la Justicia, han de ser justos.

