Parece un hecho a punto de consumarse que se casa la Duquesa de Alba. Será el próximo 5 de octubre. No hay marcha atrás y el empeño firme de la sin par Cayetana sólo entiende ya de la única marcha posible: la nupcial. Se ve que la Duquesa es toda una especialista en eso de ponerse el mundo por montera, pues algo habrá aprendido de tanto ir a los toros y de ir y venir por el ruedo nada fácil de la vida.
Tiene muchas lecturas que una octogenaria se líe la manta a la cabeza y decida con convicción de acero que se casa no sólo con esa edad, sino con quien es veinte años menor que ella (un yogur para la Duquesa de no tener su prometido más de sesenta).
A uno en particular, modestamente y sin sentirse más que nadie, no le interesan los corrillos más o menos rosados, ni los dimes y diretes de esta cuestión, ni poner en entredicho las auténticas razones que los futuros contrayentes hayan encontrado para unirse ante la Iglesia (dicho sea de paso, en una ceremonia que oficiará mi buen amigo Ignacio Jiménez Sánchez-Dalp). Ni siquiera me interesa llevar el ratón del ordenador hasta la cuestión que estos días plantea una ventanilla de Internet cada vez que abro el correo electrónico: ¿Cree que se casan por amor, sí o no?. Aquí al menos, en España, cada cual puede casarse por lo que le dé la gana, incluso como hay ya tantos, para huir de un fisco cada vez más devorador de lo que sólo debería ser nuestro.
Lo que me interesa de todo esto de la boda de la Duquesa y, sobre todo, llega a admirarme, es que haya una persona capaz de tomar sus propias decisiones frente a una sociedad generalmente pusilánime que toma tan pocas siguiendo su propio criterio, sin influencias o prescindiendo de los consejos dados por aquellos que no saben ni aconsejarse ellos mismos. Me quito el sombrero con una persona tan tenaz, tan decidida, tan resuelta, justo cuando se halla en ese tramo de la vida que suele atravesarse sin la energía de la plena salud y sin el amparo del vigor propio de la juventud. Pero es que si hablamos de juventud, ¿hay alguien más joven que esta Cayetana Duquesa de Alba, invadida por los años y sus consecuencias en todas las partes que se quiera de su cuerpo, menos en su cerebro? Su cabeza sigue por los caminos de ida, con una vida siempre por delante gracias a la sabiduría que le ha ido dando su vida por detrás. ¿Hay alguien más joven, repito, que esta mujer que pasa de todo de todo lo que hay que pasar, de lo que cada uno en conciencia debería salvar de los chismorreos de los demás en este lujo que es la existencia, recibida como regalo personal e intransferible por cada uno, donde nadie debiera meterse en el don del otro y su elección de cómo disfrutarlo? ¡Ay, aquello de la canción qué sabe nadie! ¡Qué sabe nadie de nadie!
Pero lo más grande de esta historia de personalidad absoluta y de más hierro que el de la legendaria Thatcher no es que sea una historia en España -que ya es decir, por mucho que nos pintemos constantemente de europeos, mientras no se respetan ni los pasos de cebra-; lo más grande es que es una historia que empezando por Liria en Madrid, va a acabar por Dueñas en Sevilla: una ciudad a la que la Duquesa, por lo mismo que la ama, la conoce. Una ciudad indolente de vecindario poco viajado, de sota, caballo y rey para apañarse por los días y sus cosas, de que no la saquen mucho de la cuadrícula del velador de un bar mientras toma una cerveza una ciudad nada inquieta y bien resignada y sufrida que parece ingerir morfina en cada plato de aceitunas. Una ciudad con excepciones, por supuesto, pero que no tiene arreglo ni con veinte exposiciones universales que le abran los ojos al futuro. Una ciudad, en fin, que sabe maquillarse como ninguna para sacarse buen partido en las ojeras de los cansancios que disimula. Pues ahí es donde se va a casar Cayetana con más de ochenta años. Ahí donde otra con la misma ocurrencia estaría apañada. Pero esta es nada menos que la Duquesa de Alba, y ella misma sabe que eso vale mucho en la ciudad de las apariencias. La ciudad de por ser vos quien sois.
Hay un momento clave en la vida, que no siempre queda al alcance de todos. Es un momento liberador de prejuicios y estupideces: es el día que descubrimos la buena porción de inteligencia que esconde la locura; y la locura, la bendita locura, de que es capaz la inteligencia. En ellas va a su aire Cayetana. Llegó a decir Jorge Luis Borges que si volviera a nacer, si se le diera la hipótesis irreal de vivir de nuevo, desearía hacerlo equivocándose más. Esa oportunidad no puede entenderla una sociedad que vive invariablemente de que dos y dos son cuatro. En el amor, en cualquiera y en este mismo de la Duquesa que igual se pone un biquini que un traje de flamenca, porque está dispuesta a todo en la interminable pasión que debiera ser vivir, en el amor digo, dos y dos no siempre son cuatro, porque a veces salen cuentas muy raras.
Es obvio que no estaré entre los pocos invitados al enlace matrimonial con su querido Alfonso. Pero de Sevilla y desde los patios de su noble Palacio, me llegará ese día el aroma valiente y libre de los lugares que Cayetana habita, en este mundo aburridamente convencional donde una mujer extraordinaria ha ganado otra vez la guerra de la independencia.
(*)José María Fuertes es cantautor y abogado