
Es posible que el discurso de Rajoy en las Cortes se haya correspondido con las formas y la extensión debidas a una investidura. Más que posible, seguro. De eso sabrá el presidente -es obvio- mucho más que yo, un simple ciudadano que observa y hace sus cábalas a años luz de la inteligencia y la capacidad de don Mariano. Además, todo acto parlamentario tiene los precedentes que marcan su medida. Pero también es posible que guardar las formas no siempre y forzosamente sea lo conveniente. Nunca está de sobra considerar la posibilidad de las excepciones. Y España pasa ahora mismo por una situación excepcional sobre la que traza todas sus coordenadas.
A uno, personalmente, le hubiera gustado un discurso mucho más breve en un país para el que se ha acabado por razones imperativas y urgentísimas el tiempo de las palabras. Más que nada porque están gastadas hasta ser romas donde debieran haber quedado algo punzantes. Con menos palabras se hubiera sacrificado una larga y densa advertencia de seguridades (que están por verse), pero a cambio habríamos sentido la sorpresa de un golpe de efecto convincente, en una especie de mensaje que hubiera llevado en las tripas la férrea voluntad de cambiarlo todo, incluso los protocolos. ¿Qué esto era antes un discurso de investidura? Pues ahora no. Ha llegado el cambio, por fin el auténtico cambio. Este es un mundo gobernado definitivamente por los gestos, por la imagen, y eso no debe ignorarse ni un momento. Menos verborrea. Estamos trabajando, habrían venido a decir desde unas declaraciones fundamentales. Estamos trabajando desde ya.
El discurso me sonó a homilía de las aburridas, de las que mientras habla el cura ya no sabemos a qué techo mirar o anda la cabeza cavilando con el guiso que toca el lunes, por mucha esperanza que dé el Evangelio. El discurso fue un mero recuento de algunos de los problemas que tenemos y que, por eso mismo, ya nos los sabíamos. Y aun habiendo sido un recuento exhaustivo, pero con lagunas importantes, seguramente premeditadas, se queda en una duración optimista de lo que hay que arreglar. Desde luego el empleo llevó puesto el sello de urgente, pero el concierto nacional de la salvación no afinaría sin el oído atento con la virtud de la simultaneidad, esa que ahora habrán de tener los recién nombrados ministros.
Son muchas cosas a la vez. Todo el mundo lo sabe. Los turnos para cada una de ellas serán necesarios, pero nunca una excusa que lleve a ciertos problemas a dormir el sueño de los justos (que sería para muchos casos el más injusto de los sueños y de los olvidos).
Me parece que a Rajoy le hubiera bastado con dar -como dio- los grandes titulares de los periódicos que los necesitan: mantener el sistema de pensiones, pasar los puentes a los lunes, suprimir las prejubilaciones, instaurar un bachillerato de tres años o firmar la Ley de Estabilidad Presupuestaria. Amén del poder judicial y el Tribunal Constitucional. Y le sobró venir renqueando con lo de la igualdad de las mujeres (muy PSOE), cuando hay que rehabilitar a los hombres en tantas desigualdades. Legales, por cierto. El resto fue como el programa electoral que ofreció el PP: una especie de libro de instrucciones agotador, un árido manual de esos que te trae la cámara de fotos, donde nunca llegas a conocer todas las aplicaciones posibles y te rindes casi en cuanto enfocas.
Para haber hablado tanto, Rajoy tendría sus razones; pero nosotros, los españoles, tenemos nuestros miedos. Le hemos cogido terror a las palabras. Por culpa de las que dijo y, lo más asombroso, sigue diciendo el PSOE, llevamos tragado más humo que un retén de bomberos. Y humo, aquí en Sevilla por lo menos, no queremos ni en las procesiones. No vea, señor Rajoy, lo que desluce el viento una cofradía cuando se le apagan los cirios. Y con la candelería, anda que no se pone mosca el tío de la caña. Tengo la fundada impresión de que los españoles no estamos ya para más mosqueos.
José María Fuertes

