
Hoy me han hablado de ti. Ya sabes, ese tipo de cosas que se cuentan casi de todos al cabo de los años: que te casaste, que tienes tres hijos, que sigues viviendo allí en tu pueblo y que de allí era también quien se convirtió en tu marido.
No puedes asombrarte de esta ocurrencia de contarte ahora entre mis nostalgias más vivas, las que jamás doblarán su cabeza de asombro y de emoción. No puedes asombrarte, porque bien que me conociste entonces y sabes de sobra por qué calle de la verdad y los temblores acabo cogiendo siempre. No puedes asombrarte después de que te diera en aquellos años hasta el carnet de identidad. Te llevaste mis datos sin caducidad. Te sabes hasta el grupo sanguíneo que me hervía por ti.
Descubrí mirándote que una cosa era verte de día y otra de noche. Que eras diferente bajo el sol o junto a las farolas. Y que gozaba con dos formas de luces iluminando una misma felicidad. Antes de ti, jamás me había dado cuenta de eso con nadie. Sólo con Sevilla y con La Macarena cruzando una madrugada de ida y reflejando en sus ojeras un amanecer de vuelta. Me decía a mí mismo de regreso en coche por las altas horas de la carretera: ¡Qué suerte, hoy la he visto de las dos maneras!. Y es que te había contemplado en los mimos de cada destello y cada penumbra por tu rostro y por tu pelo.
¿Por qué acabaríamos tú y yo? Nunca te enteraste de que pedí auxilio con un disco. De que lo titulé ¡Quédate! para rogártelo cantando. Yo tampoco llegué a escucharte llamándome entre mis desesperadas canciones. Tú te creíste que mi nueva vida te había superado, sin advertir que me inventaba un mundo gigante por haberme quedado sin las habitaciones cerradas en las que nos cabía todo. No me alcanzó tu voz en medio de aquella vorágine de viajes, de conciertos, de giras de promoción entre el aplauso del público y la soledad espantosa de los hoteles. Tuve que sustituir un sólo corazón, el tuyo, por miles, para que pareciera que seguía sonando tu mismo latido.
¡Qué puta vida y qué magnífica a la vez si me acuerdo de ti! No conseguí esperarte a los pies de un altar, verte entrar de blanco, sentir un pálpito que me aturdiera y mareara mientras por el largo pasillo de un templo te fueras acercando a mí y yo derramara esa lágrima que se escapa siempre que vivir parece un sueño. No lo conseguí, pero te juro que si alguna vez me he sentido casado fue a tu lado, sin papeles, sin el registro civil o las bendiciones de un cura, sin viaje de novios. Tú eras una aventura diaria, un pasaje para llevarte de la mano, una luna de miel de besos sin aire, sin atmósfera entre dos labios inseparables.
Un día -un mal día- se nos rompió el amor de tanto usarlo en vez de servirlo. Habiéndote querido tanto y tú a mí, hube de volver de aquel lejano planeta donde los dos nos amábamos sin relojes ni conciencia. Me eché a andar por los escasos metros de los escenarios que siempre se me quedaban pequeños para el ímpetu que había conocido contigo. Alguien dijo que me hacía los cien metros lisos cuando cantaba. Puede que así fuera para quien venía acostumbrado de recorrer el abismal espacio que había desde nuestra galaxia a la Tierra.
Sonó la orquesta, salí de entre bastidores, estrené una letra nueva de ausencia en mis entrañas y mientras todos me aplaudían, me hallaba más solo que nunca en la paradoja de que tú te llamabas Victoria.

