
No me cansaré de repetir que lo mejor de escribir es, más que tus propias palabras, las que después te llegan de quienes te han leído. El otro día volví a comprobarlo con creces. Decenas de correos de desconocidos (que dejaron de serlo) y mensajes de mis amigos por Facebook, me transmitían hasta cotas que quizás ningún otro artículo había logrado, una larga cadena de reacciones tras publicar Victoria. Al número abultado de comentarios, que todavía seguía recibiendo -como viejas sacas de cartas- pasadas las primeras horas de la madrugada, he de añadir un dato que aún hace más grande este regalo de la gente: y es el hecho de que esta avalancha de correspondencia haya tenido lugar un domingo y, para colmo de mis venturas, un domingo en pleno verano.
Todo eso demuestra, además de la generosidad de quienes me dedican su tiempo, que cuando escribo sobre el amor, el mío o el de los demás, escribo sobre lo que más le interesa a la gente, lo que le importa más que nada, escribo sobre el centro de gravedad de la vida.
Y creo que si el texto personal e íntimo que quise compartir alcanzó hasta la médula sentimental de tantos lectores, es porque con mis propias palabras ellos se han ido diciendo las suyas; con mi historia, ellos se han contado su historia; y con mi corazón, han escuchado el suyo.
A veces leemos llenos de la misma curiosidad con que nos asomamos a la ventana para ver discurrir los pasos de la gente por la calle. Y un balcón es un recuadro de vida que puede tenernos ensimismados durante horas con el transitar de las cosas más sencillas: peatones que van y que vienen, que cruzan de acera, coches que se desplazan, autobuses detenidos momentáneamente en sus paradas, los que suben y bajan de ellos, paseantes con perros, niños que juegan y, por las tardes -al menos en las de Sevilla- una luz agotada de darse por entero buscando lánguida y violácea un horizonte por el que reponerse, descansando entre bloques y antenas de televisión, bostezando al son de una nana de vencejos. Es justo el momento de una melancolía por sorpresa con la que no habíamos contado como invitada a aquel asombro que es la puesta de sol. ¿Por qué nos late entonces una cierta desilusión colgada de esas chinchetas que son las primeras estrellas, pinchadas al negro telón de la noche? Sentimos como si un día no hubiera durado tanto como esperábamos, ni alguien cubrió nuestra vida hasta dar el calor entero que necesitábamos.
Me comprometo desde ahora con mis generosos lectores a escribir más veces sobre el amor. Veré qué puedo aliviar en las heridas de muchos posando la misma clase de vendaje con que corté la sangre de las mías. Todo es ponerse, debo intentarlo. Y, como poco, espero haberme quedado en ser alguien que al menos escuche el desahogo de los desahuciados de la habitación caliente de los besos.
Sé que hay gente que alcanza el puerto previsto con las manos agarradas de alguien, los que desembarcan juntos, los que deshacen un mismo equipaje para vestirse de colores y felicidad. Pero sé también que hay seres humanos cansados de que el único roce en sus manos sea el de un viento que va y que viene sin traer el nombre de nadie.
Nunca fue fácil el amor. Y, sin embargo, encontrarlo aún se ha puesto más complicado que nunca. Hemos perdido el rumbo de su punto cardinal. Y eso ha traído perdernos bastante nosotros mismos.

