
Me bajaron del vaporetto con la expedición junto a la que viajaba y, al verte de verdad por primera vez (iba a decir en persona), tuve uno de esos raros y contados instantes en los que dudas si sigues en el mundo. Iba a decir en persona, porque me llegó tu antiguo pálpito de sangre de canales como una circulación viva y trepidante por las viejas canciones con tu nombre. Tenías eco de Aznavour.
Un historiador versado seguramente habría empezado a contarte de otra forma, pero mi cultura es musical, aprendida a base de emociones, sensorial, desde las entrañas, una especie de fiebre por contagio, donde una brizna de aire es suficiente para sentir un aroma de siglos.
Me soltaron ante la esquina del Palacio Ducal, parecía tener los pies sobre el color diluido de tus acuarelas y, con semejante pintura ante los ojos, me hablaron de irnos inmediatamente a Murano para enseñarnos cómo trabajaban el cristal. No fui, claro. Me tengo por un caballero. No te habría hecho tal desplante ni menuda desfachatez al mismo tiempo que besaba tu mano, ofrecida en la bocamanga esmeralda de tu último disfraz. Y desde el asombro de mirarte me dije:
-¿Qué yo me voy a meter ahora a ver cristales por muy muranos que sean?
Lo encontré tan estúpido como si al pie de la Giralda le hubiesen propuesto a un turista largarse a visitar la fábrica de Cruzcampo.
Se fueron en un autobús, creo, y yo me quedé contigo extasiado de un descubrimiento a otro.
Hasta ahora sólo me han hecho llorar dos ciudades en el mundo, al menos el que yo conozco: Sevilla y Venecia. Me senté en la Plaza de San Marcos, frente a las palomas, tomé un café cuando caía la tarde y, tras mi asiento, una de esas típicas orquestinas al aire libre de tus melancolías tocó Grande, grande, grande. Y así te rendí mis lágrimas. Nada extraño por otra parte para quien como tú está tejida con suspiros, levantada con escalofríos, hecha de inmersiones y resurgimientos.
Vi como el sol, aturdido, cedía su imperio celeste de las más brillantes horas, entregándose dócil y complaciente al desmayo de un tono arrebol preludio de la noche. El agua hacía doble el encanto y fue entonces cuando me perdí un poco, mareado entre rojos y violetas que me sonaban de siempre. Descubrí como luces parientes las de tus tardes y las de Sevilla, mostrando una identidad familiar inconfundible a través del cristal de las farolas próximas a la torre de Il Campanile.
He de volver, Venecia. Estuve poco tiempo, casi de paso, que es la estancia más natural de los humanos en lo sublime. Pero sólo por ver tus ojos tras un antifaz, tuve suficiente para no olvidarlos. He de volver. Aguanta sobre las aguas. Espérame, Venecia. Te quiero.

