
En un supermercado de Sevilla hay una chica que atiende la caja y que me llama poderosamente la atención. Sólo porque ella está allí querría hacer uno la cesta de la compra todos los días. No, no se trata de un atractivo físico -que lo tiene- ni de alguna exhuberancia tan propia de ensimismar a un hombre. Es más sencillo que eso, y también más difícil: es que sonríe como si fuera un milagro, una especie de oasis blanco en medio de tantos problemas como tenemos todos, y entre los que seguramente también se cuenten los suyos.
No sé cómo se llama y, la verdad, ahora que lo pienso, tampoco me he fijado en que pueda llevar su nombre, como suele ser frecuente en los comercios, mostrado desde un pequeño rótulo cogido a su jersey. Si es así no me he dado cuenta simplemente porque nunca reparé en ese detalle de su indumentaria, deslumbrado por una simpatía nada común en alguien que te atiende desde un mostrador.
Al coger mis bolsas y pagarle, siempre me voy con la sensación de que en el cambio me ha devuelto de más, de que se ha equivocado en la cuenta poniéndola a mi favor.
Si yo pudiera elegir para el mundo unas cuantas cosas básicas con las que pasar los días en esta tierra hasta que Dios quiera; si estuviera en mis manos distribuir una mínima riqueza indispensable para la Humanidad, no tendría duda en darle a cada cual una generosa ración de sonrisa para ofrecérnosla los unos a los otros.
No hablo de risotadas vacías ni de esas carcajadas estentóreas que sólo pretenden el disimulo de una tristeza interior. Hablo de esas sonrisas que salen a los labios no porque no se tengan problemas, si no a pesar de tenerlos; esas sonrisas como luces que achican tantas penumbras; esas sonrisas como alegrías cuesta arriba.
La Virgen más famosa de Sevilla llegó a serlo, entre otros motivos, precisamente porque dibujó una sonrisa en medio del llanto y supo reunirla junto a los cinco regueros de sus amargas lágrimas. Con ello, más que una cofradía, nos dejó una lección.
Estoy seguro ya, muy seguro, de que toda posible sonrisa nuestra -y hasta las menos posibles, las más incomprensibles, las más difíciles de esbozar según en qué momentos-, son una forma de responsabilidad humana para con los demás. La primera vez que tomé conciencia de esto fue recién terminada la mili, cuando unos soldados compañeros me enviaron una felicitación navideña y me pidieron entre sus líneas: Que no te falte nunca tu confortadora sonrisa. Yo la llevaba como la cosa más natural del mundo, igual que ahora la lleva una dependienta. Pero a ellos les había resultado un alivio para ir tirando en aquellos duros catorce meses que duró nuestro servicio.
Es muy joven la chica del supermercado. Digo yo que andará si acaso por los veintipocos. Tiene aún mucha vida por delante. Los que ya la tenemos por detrás sabemos de sobra cuántas dificultades van a atentar contra su rostro feliz y dulce incluso mientras trabaja. Está llena de una simpatía tan necesaria en estos tiempos agrios, que declararía la línea blanca de paz de su sonrisa a proteger como un valioso patrimonio de la Humanidad, un bien de interés público a defender en ella y en todos. Un regalo que nos hiciéramos sin cansancio cada vez que estemos juntos. Una fina bandera de tregua de tantas crispaciones.
No sé si ella misma se da la importancia que tiene, si sabe que lleva un tesoro en la cara, si es consciente de que es portadora de un artículo de primera necesidad más importante que los alimentos que me envuelve. Pero por si acaso (yo no sé que periódicos pudieran caer o no en sus manos), por si acaso, seré yo mismo el que mañana le lleve estos renglones para que, con el paso de los años, si es por mí no olvide que su sonrisa, además de hacerla todavía más bonita, es una de sus más grandes responsabilidades en la vida.
Con estas hojas, espero devolverle algo de las monedas de más que parece darme cada vez que me sonríe.

