
Por las mañanas es cuando más te echo de menos. Si tú estuvieras habría para los dos una prórroga de luz de amanecida, que ahora no tenemos, en esa hora blanquecina de la niebla, sin los tonos más tardíos y tostados del sol, cuando la cama ofrece explorar con los pies desnudos las zonas calientes y frías donde buscarnos. Es el momento para construir las barricadas contra la vida que busque arrebatarnos los besos, y salir ardiendo con ellas. Reivindicaría tu presencia para siempre. No te querrías levantar y yo tampoco. En las puertas sonarían timbres de fantasmas y en los móviles se grabaría un insensato registro de llamadas perdidas. Quedaría fuera la vida aparte de la nuestra. Haríamos respetar a la tierra un mundo entre tú y yo. Un planeta de suelo blando y fértil de abrazos, sin los pavimentos negros y duros de las calles heladas del invierno, de este invierno, del peor invierno. Pediría para ti y para mí una tregua de minutos sin zozobras, sólo unos minutos, unos pocos minutos más en el deseo.
Y empezaría a rozar la frontera leve y satén de tu ropa, sabiendo que tras de ella estarías tú. Y la pasaría disparando una metralla incesante con tu nombre, como un enloquecido que no supiera decir exultante otra cosa, como aquel que repitiera una y otra vez el número afortunado de su suerte. Te desharía poco a poco de la fina piel de tela que nos separara. Se acabarían entre tú y yo hasta los muros de encajes. Navegaría mar adentro de tu cuerpo, tirando por la borda todo el peso de los rumores en contra y las maledicencias que fueran desde tu juventud a mi historia.
Pero no estás aquí por las mañanas. Vives lejos protegida de mí por despertares serenos y responsables, los que siguen relojes como órdenes, los que marcan agujas como clavos. Y te duelen. En el fondo, te duelen.
Me empiezo a preguntar para qué diablos sirve esto de la serenidad y la paz interior en seres humanos. Empiezo a creer que es cosa de los cementerios, no de los vivos, sino de los muertos. ¿Para qué sirve, dime? ¿Para robar entre rayos láser las joyas de un banco? ¿Para las reuniones macabras de los consejos de ministros? ¿Para morder pleitos alegando el derecho a la legítima defensa, cuando la inocencia ya no es legítima? ¿Para qué sirve, dime? ¿Para dictar sentencias de desahucios? ¿Para ser católico y nadar y guardar la ropa? Me notas el asco a muchas cosas, por eso busco desesperado tus labios cuando la oscuridad se marcha temprano y la releva una mínima claridad que me dejaría mirarte ensimismado. Por eso persigo el reguero de tu aroma imaginado por entre los pliegues de las sábanas ¡Si supiéramos lo que puede quedarnos de calma obligada, de silencio pesado como una losa y de brisa entre gris y verde de cipreses! Los vivos no somos la línea inalterable de episodios, unos detrás de otros, sin altibajos. Los vivos hemos de irnos para el otro mundo cargados de emociones y llantos incontrolables, exhaustos de latidos, hartos de pecar y arrepentirnos, de caer y levantarnos, de ofender y pedir perdón. ¡Ay los vivos, Dios! Los vivos estamos hastiados de rutinas, de imposiciones, habría que romper otra vez las tablas de la ley. Los vivos hemos de despedirnos agitando un pañuelo blanco lleno de manchas de vivir, como si llevara impreso un mapa grande de lugares recorridos.
Un día, cuando llegue, ¿diré adiós con tu boca pintada, con tus ojos enjugados de felicidad, con el sudor de tu nerviosismo en las manos?
¡Ay, Dios mío! ¡Ay de ti y de mí! Por las mañanas es cuando más te echo de menos

