La verdad es que le debo mucho a los fotógrafos. No sólo es que una imagen valga más que mil palabras; es que algunas fotos -como la de Fran Medina el otro día- te las dan hechas, te escriben el artículo, como si te cogieran la mano para acabarlo de un tirón, sin enmiendas, sin suprimir -ya no tachamos con los ordenadores, sencillamente suprimimos-.
Y acaba de aparecer una imagen que va a ayudarme a explicar perfectamente cómo siento la nostalgia y busco las cosas en mi baúl de los recuerdos. Para mí, tenerlos, rememorarlos, no son síntomas de una enfermedad. La nostalgia es también una forma de agradecimiento a Dios por nuestro pasado, por las páginas ya impresas y hasta descoloridas, por los pasajes propios a los que ya alcanza la pátina del tiempo que todo lo embellece. El tiempo pinta y esculpe.
Seguramente una de las fotografías más famosas del mundo es la que guarda para siempre a los eternos Beatles cruzando el paso de cebra de Abbey Road. De izquierda a derecha de quienes les contemplamos, cruzan los universales chicos de Liverpool por la célebre calle londinense en la que están los estudios de grabación. Así les hemos visto durante años y años desde que aparecieran de esa forma en la portada de su disco, reproducida desde entonces la instantánea en miles de publicaciones. Pero se guardaba hasta ahora un as en la manga del fotógrafo, un documento gráfico totalmente inédito y oculto durante décadas, revelado al cabo de tanto tiempo. ¿Cuál? Un fetiche tan inesperado y sorprendente que va a ser objeto de subasta: y es que Los Beatles, aquel mismo día, fueron también fotografiados en sentido contrario, cruzando la calle de derecha a izquierda del que los mira, al revés de como sólo se nos dio a conocer.
Es evidente que no puedo aspirar a hacerme con el original, por el que a buen seguro habrá quien pague una elevada cantidad, una más que añadir a la historia de la mitomanía y las admiraciones de los fans del legendario grupo. Pero no podían ofrecerme un mejor ejemplo para exponer la manera en que yo siento la nostalgia. La nostalgia, para mí al menos, es siempre un camino de ida. Siento la nostalgia como si fuera la primera foto que conocimos hasta ahora de Los Beatles, no esta segunda. Hay una nostalgia hacia adelante, que avanza, que puede llevarte lejos y recordarte positivamente quién eres y adónde vas. Y hay una nostalgia hacia atrás, que entristece y paraliza, la nostalgia que como te descuides te lleva a la depresión. Con la nostalgia se puede ir hacia alguna parte, pero no es conveniente venir de vuelta. Me da conciencia de lo que fui capaz de lograr y puedo seguir logrando. La memoria de pasadas victorias puede ayudarme a lograr otras. Y me impulsa a seguir cruzando calles, abordando nuevas aceras, recalando en otros parajes hasta ahora desconocidos.
No me gusta el pasado como si fuera un caramelo para rechupetear. Lo contemplo sabiendo que el pasado también soy yo: un ser que lleva puestos encima todos sus tiempos, todas sus edades, igual que la corteza del mundo está hecha de eras. Toda persona es el resultado de muchos sumandos. Sustraer cualquiera de ellos es cambiarla por otra. Y es conveniente mirar hacia atrás de vez en cuando, porque lo mismo que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla, a nivel personal podríamos caer en los mismos errores. Si estoy viviendo, como millones de españoles, unos años verdaderamente difíciles, también he de decir que, paradójicamente, los estoy cruzando como unos años apasionantes, porque presiento un futuro que viene preñado de una nueva y mejor manera de vivir.
No caigo en la tentación de mirar hacia atrás hasta el punto de quedarme sin horizonte. En cualquier caso, el aire está lleno de libertad y cada cual puede hacer lo que quiera. No poca gente toma el hecho de recordar como una especie de peste que otros padeciéramos sin consideración hacia el futuro. Quizás porque a ellos les siente mal un plato, creen que otros no tenemos estómago para digerirlo. Yo no renuncio a mis recuerdos por más que me acusen de instalarme o hacer la vida en ellos. Entro y salgo indemne de mis mejores momentos -o de los peores- cada vez que me place. Les debo diariamente ni más ni menos que el presente, mi presente, que es por cierto el más difícil tiempo que jamás hubiera imaginado, pero también el que atravieso entre incesantes milagros de amistad, el que me ha regalado besos nuevos y pasiones como gomas de borrar tachaduras, el que me ha correspondido con una voz para cantar como no sabía cantar antes, el que me ha acercado hasta el prodigio constante de miles de lectores de este diario, el que me ha devuelto a la vida desde un conveniente divorcio, el que tiene escrito en un matrimonio fallido el ensayo general para el gran concierto. He trabajado duro a puerta cerrada para poder respirar ahora esta atmósfera limpia de ilusión y de entusiasmo. He dejado atrás una aldea mental para regresar a la gran urbe de los mejores pensamientos. ¡Que se levante el telón! ¡Que siga el espectáculo!
Todo está felizmente reunido en mi vida: los años 60 y aquellos de mis primeros discos en los noventa; el siglo XX y el XXI; la primera fe del ojo de Dios en un triángulo y esta de ahora donde Alguien me ama sin vigilancia; Los Bravos y Pablo Alborán; mi infancia y la de mis hijas; sus Reyes Magos y los míos; quien se fue y quien llega; Venecia contigo o sin ti, pero Venecia al fin y al cabo ¡todo!
Busco en el baúl de los recuerdos, pero también buceo las asombrosas profundidades de esta maravillosa incógnita que es vivir y donde, cuando menos se espera, uno puede encontrar su tesoro precisamente en el fondo.