El abogado de Samuel Benítez afirma lamentar que la sentencia absolutoria de su cliente haya de ser reconsiderada por la sala de la Audiencia Provincial que la dictó, como ahora le ordena el Tribunal Supremo. Lo lamenta porque refiere que Samuel estaba ya a punto de conseguir un trabajo y de rehacer su vida. Está claro que un abogado se dedica a defender los intereses de quien se los encomienda. Pero estimo que adolece de la más mínima delicadeza quien argumenta en clave de lamento las posibilidades vitales de un ser humano, cuando otro -la víctima- se ha quedado sin ninguna. El estupor y la indignación por estas manifestaciones se ha extendido a través de las redes sociales y en los apartados de comentarios que los periódicos ofrecen a sus lectores. No voy a citar el nombre de este abogado, porque los profesionales del Derecho entiendo que están para hacer brillar a la Justicia, no a sus nombres. Si es por mí, su popularidad habría de venirle por otra parte.
No cabe duda de que la Justicia oficial -justa o no- dirá su último pronunciamiento. Y también es irrebatible el derecho contemplado por nuestro ordenamiento jurídico a la reinserción social de un imputado; incluso la de los condenados, como una de las finalidades de la pena impuesta. Pero en consideración a la memoria de Marta del Castillo y desde la conciencia del desgarro sin fin de su familia:
Yo lamento que haya sido sesgada una vida, justo cuando el tallo sostenía lo mejor de la flor.
Yo lamento que la inhumanidad más despreciable no sepa apurar siquiera un leve resquicio de hombría, para confesar a los padres de Marta dónde se encuentra el cadáver de su hija.
Yo lamento la desesperación de Antonio y de Eva, la de un abuelo, la de una familia entera, curtida ya en insomnios de espanto, cuando el tiempo es un largo trecho de alambradas oscuras que les cose el alma con espinas de acero.
Yo lamento que les atrapen las madrugadas en la espiral de los fantasmas; o que los acose la luz imprudente y cegadora de los días que les son interminables.
Yo lamento que la esperanza sea un ahínco legítimo que las sentencias les hacen perder.
Yo lamento que ni el rastreo más hondo del río diera con el infierno escondido en la barriga del agua.
Yo lamento que el crimen de su hija los haya subido a galopar peligrosamente en lo más alto del potro desbocado de este mundo en declive, de vómitos diarios, de corrupciones incesantes, de ascos de terror, de campos de minas bajo los pies de todos los inocentes. Un mundo en el que los más peligrosos empiezan a ser los pasivos, los resignados, los prudentes, los de la serenidad cómplice que no arregla ni cambia nada, los que ven llover porque jamás, en su puta vida, serán lluvia. Un mundo en el que ya asustan hasta muchos de los que rezan, los comulgantes diarios, los que sólo alcanzan a llevarse la mano hasta la frente donde se persignan con su omisión, los que en las cuentas del rosario sólo bisbisean los misterios de dolor que habría que gritar con todas las fuerzas.
Dice Eva Casanueva, la madre de Marta, que lamenta que haya gente que piense que piden justicia desde el dolor. Me pregunto desde dónde querrán que la pidan. Y añade que también piden justicia dentro de la cordura y la coherencia.
Hay palabras por las que debería pasarse con la misma ternura que pasa la mano sobre un terciopelo negro de luto, con la precaución de un vendaje que se acerca hasta la piel en carne viva. Dejad unas cuantas de ellas a Eva y a Antonio. Dejadlas intactas y a años luz de nuestros lugares normales, tan lejanos de la línea divisoria que, cruzada, parte la vida en dos mitades y el corazón en mil pedazos.