
Con frecuencia se ha arrojado contra la cara de los curas una pregunta: ¿Qué tienen que decirnos ellos del matrimonio si no están casados?
Sin embargo, muchas veces la hacen aquellos que obviamente sin ser curas se permiten decirle a ellos cómo tienen que serlo. En realidad el mundo es, en más ocasiones de las deseables, el lugar donde perdemos gran parte de nuestro tiempo en recomendarle a los demás qué tienen que hacer, cuando lo conveniente sería saberlo de nosotros mismos.
Pero volvamos a la carga: ¿Qué pueden hablar los curas sobre una realidad, la del matrimonio, donde aparentemente no tienen los pies? Suponiéndoles célibes, ¿Qué habrían de saber de relaciones entre cónyuges? Desde sus iglesias, en sus ministerios, solos a la hora de la verdad, ¿Qué autoridad podrían atribuirse para aconsejar sobre parejas, sobre hijos, o para cargar el peso de una familia que ellos no llevan sobre sus propias espaldas?
Ayer tarde se dieron el sí Jaime y Mara. Y fui testigo entre los centenares de personas que vieron y escucharon lo mismo que yo en la Parroquia de la Magdalena, de que hay sacerdotes que parecen haber estado casados y, desde luego, de que saben del matrimonio muchísimo más que tantos como lo elegimos para vivir con alguien.
Hace sólo una semana, justo de domingo a domingo, dediqué mis líneas a Ignacio Jiménez Sánchez-Dalp, el sacerdote pregonero de Sevilla que se enamoró de La Macarena cuando, siendo Seise, la contemplaba desde el altar mayor de la Catedral, al son de crótalos y danzas, en el cuadro de la Inmaculada de Grosso que lleva su cara.
Hoy tengo que decir que, en vísperas de este Domingo de Pasión para apasionados por la vida como él, ayer dio, con su homilía, el pregón del amor, el pregón del matrimonio, el pregón de la pareja.
Cualquiera tiene la experiencia normal de comprobar que las piedras más duras se hacen añicos a base de golpes y martillazos. Pero parece venida de otro mundo la sensación de que las palabras de un cura deshacen con suavidad y ternura las rocas más sólidas, los enquistamientos más perdurables de una sociedad en la que nos estamos engañando con eso que llaman amor.
¿Dónde cabe ahora, en la espiral del sexo y el egoísmo, que el marido y la esposa se miren mutuamente las caras para ver en ellas el rostro de Dios? ¿Dónde puede colocarse la idea de que en un matrimonio debe rezar el uno por el otro? ¿Qué sitio queda para esperar errores el uno del otro y tener previsto, ya de antemano, perdonarse? ¿Alguien sabía, como sabe el cura Ignacio Jiménez Sánchez-Dalp -¡sin estar casado!- que la Virgen es especialista en matrimonios?
Querido Ignacio. Como miles de hombres y mujeres ya, que superamos anualmente el cincuenta por ciento de naves que no llegaron a buen puerto, soy un divorciado que estando casado no supo con su esposa ni la mitad siquiera de lo que tú sabes del matrimonio siendo sacerdote. En esta vida, aparte de mis dos maravillosas hijas, apenas he esbozado bien las letras de un par de boleros. Tú los compondrías mucho mejor que yo. Porque ayer tarde, a Mara y a Jaime, les regalaste la música de un romance, de su romance, para que sea tan largo y eterno de bailar como el tuyo con La Macarena.

