
Sigo abundando en un tema que parece ser tan favorito como necesario para los lectores: el divorcio. Y el divorcio con todas las que yo llamo sus instituciones, o sea sus caras, toda la casuística que llega a contener.
Parece que mi propia travesía en el tema, la forma positiva y liberadora de haberlo enfrentado, es un dato decisivo para que muchas personas que viven su propia experiencia busquen en la mía, a rasgos generales, muletas prestadas.
En realidad el mundo de la pareja, unida o rota, de novios o ya casados, ha creado sus instituciones, esas que entrecomillo porque no son nada convenientes y por desgracia erosionan la convivencia, además de que pueden quebrarla por completo. Entre esas instituciones están horadar la personalidad del otro (volverlo como un guante), el ejercicio de poder de quien menos ama de los dos, la aduana o institución del contrabando -todo un clásico-, la suegra -más clásico aún- o la estafa y el cambiazo (lo que después la Iglesia, para las causas de nulidad, va a llamar error en la persona o en la sustancia).
Entre los standards del divorcio existe uno muy curioso, el colmo del espíritu de la contradicción por inverosímil que parezca: los divorciados arrepentidos, aquellos y aquellas que inician el procedimiento legal y cuando todo está consumado desean no haberlo hecho. Son como suicidas que desde el balcón al suelo, cuando ya no hay vuelta atrás en la caída, evitarían estrellarse. En un tema tan decisivo para sus vidas y las de los demás -hijos entre otros- cometen un gravísimo error de cálculo que resultará ya incorregible. Son hombres y mujeres que se descubren inesperadamente en una situación irreversible (la que ellos mismos han provocado) y en la que, cuando quieren, ya no pueden retroceder. Será una reacción inconfesable que los dejará desubicados y desconcertados con su propia determinación. Propia o recomendada por quienes les rodean, auténticos inductores del suicidio matrimonial.
Con esta situación, larvada como un gran secreto en el fuero interno de quienes la crean, y sin que nadie se percate de lo que ocurre, acaban de establecerse las bases del despecho, la única forma natural de circulación por sus vidas y no digamos por las fases judiciales del divorcio.
Algunos o algunas de ustedes me cuentan que ahora reciben mensajes de sus ex echándoles de menos y añorando el tiempo en el que estaban casados. Es un inoportuno cortejo a distancia, por sms, con pies de plomo, buscando conseguir una respuesta similar que, sin embargo, lejos de estar correspondida va a chocar de plano con una impresión patética.
Tengo sobre la mesa el caso que me brinda una mujer. Su ex se ha convertido en su fijación más invariable. Y pretende solucionarlo agarrándose como a clavo ardiendo a la más mínima y escuálida posibilidad de reinserción sentimental. Ha vuelto a organizar su vida con un hombre, pero su pareja actual no podría calcularse hasta dónde no es más que un mero instrumento de suplir carencias, hasta qué punto convive con un ser ya insondable aunque lo tenga en sus brazos. Porque el hombre del que se divorció es también el hombre que la llevó hasta la cúspide sentimental que no se puede improvisar. Ella ha ido a la caza y captura del ingenuo al que permite leer la última página de su vida, pero a quien esconde celosamente el amplio texto anterior con la escritura jamás imaginada del amor más intenso. Su nueva pareja se le ha convertido en un recurso de amparo. Lo sabe. Lo oculta. Lo calla y se resigna. Y de toda esa frustración agazapada en sus más recónditas entretelas, aún va a salir más conciencia de inestabilidad y más odio por la persona de quien ella misma se ha divorciado. La insatisfacción está servida. Pero, como una reminiscencia de su traje de novia, es el secreto mejor guardado.
Se sentirá burlada cuando compruebe que los demás no se dan a sí mismos la solución drástica que le aconsejaron a ella, cuando vea que el resto de la gente, en parecidas circunstancias a las suyas, se ofrece a sí misma otra nueva oportunidad de victoria en sus matrimonios.
Los profesionales del Derecho suelen referirse a ellos, hombres o mujeres, como uno de los tipos más peligrosos judicialmente hablando, porque intentan atacar a sus ex por todos los flancos posibles, camuflados como están en el disimulo y la ocultación de sus auténticos sentimientos, sabiendo a la nueva pareja como un simple repuesto.
La traducción de esa amargura íntima afectará vorazmente si hace falta a los hijos que tuvieron en común, a los que tratan ya sin amor y como meros rehenes de sus posiciones.

