
Yo sé que la lectura es una forma de colaboración con quien escribe; pero siempre que el lector sepa hacer algo bien elemental de su condición: leer.
Si no fuera por tantas personas que me piden que siga escribiendo, si no fuera por aquellos que incluso llegan a decirme que en los difíciles lunes están deseando encontrarse con mis artículos, precisamente por otro tipo de lectores que nunca se enteran de nada, yo ya hubiera dejado de hacerlo. Son tan agotadores como yo les parezco ilegible.
Alguien dijo que en España escribir es llorar. Por ahí no he pasado. Pero puedo asegurar que algunas veces, más de las que uno podría imaginarse, escribir es aclarar.
Por peticiones en centenares de mails, enviados por quienes están ávidos de mi experiencia con el divorcio al tiempo que atraviesan el suyo, he tenido que involucrarme con absoluta sinceridad en ese tema. Pero parece que algunos se empeñan en leer lo que quisieran y no lo que está escrito. Algunos quieren llevarme al huerto, justo cuando lo que afortunadamente he conseguido es salir de él.
De paso quiero advertir que el divorcio, en mi caso, no va a ser desde luego algo que en textos dure el mismo tiempo que mi limitada y cada vez más corta travesía judicial, que alcanzará un fin rotundo con la mayoría de edad de mis hijas. La legislación divorcista y las aplicaciones e interpretaciones judiciales están plagadas de quiebras. Ello se ha convertido para mí en un empeño literario y personal en el que ya me siento responsable y con la obligación moral de aportar mi grano de arena. Detesto la omisión de los cómodos y pusilánimes. Yo siempre he estado convencido de que cuando Dios te pone delante el conocimiento de unas estructuras que no responden a una idea humanista y cristiana de la vida, esas estructuras hay que cambiarlas. O intentarlo al menos. Hay magníficos seres humanos que me han dado ese ejemplo. Por eso, en el momento oportuno, pienso editar un libro (a la manera de unas concretas memorias) y dar charlas, conferencias y lo que haga falta -más allá de cuando el tema deje de afectarme directamente- para contar y denunciar públicamente las situaciones por las que he pasado con mis hijas y que persigo evitar para los que vengan detrás. Si ello implicara incluso aceptar los envites de la política, para modificar una normativa en gran medida rechazable, también alcanzaría ese extremo.
Pero por ahora -tiempo al tiempo-, y para lectores imaginativos, voy a decirlo lo más claro que sé con el idioma castellano: el divorcio ha sido la gran luz de mi vida, hasta extremos donde no habían llegado a iluminarme ni los mejores libros, ni mis oraciones, ni mis más personales búsquedas. El divorcio ha sido una forma rápida de desenmascarar todo aquello donde la vida se disimulaba a sí misma. La vida ha sido desmantelada, se ha quedado desnuda. Pero todo eso no admite en mi ánimo una traducción simultánea de desolación, sino todo lo contrario.
Me siento absolutamente identificado con el autor francés que decía que la lucidez no empaña la alegría; la lucidez la hace más diáfana y auténtica. Y es verdad. El divorcio ha sido la gran razón de una felicidad profunda, la puerta gigante para adentrarme en zonas mágicas que nunca creí que fuera a pisar con mis propios pies, el disparadero de una energía juvenil renovada, la liberación más grande jamás esperada, la escapada de los corsés más asfixiantes, la salida definitiva del clima de una aldea mental. Y la creación, el divorcio también ha sido creativo: porque ha derivado en la distancia necesaria e imprescindible para acercarme, por el lado opuesto a la rutina, a los extraordinario, a miles de lectores en el mundo, en países sudamericanos en los que no estoy seguro de aterrizar algún día, incluso me leen en lugares lingüísticos donde lo hispanoparlante no es la moneda de uso. Y además de todo eso, el divorcio también está trayendo mis nuevas canciones y hasta una diferente y más honda voz con las que decirlas.
Soy otro. ¡Ya era hora! Y cuando la Constitución española, que reconoce la mayoría de edad de mis hijas y la de todos los españoles a los dieciocho años, deje fuera de juego a jueces, fiscales, abogados contrincantes, procuradores y a la deprimente ley en minúscula de la que se encargó un hombre, Fernández Ordóñez, que no tuvo descendencia y, por lo tanto, no supo lo que era ser padre, entonces será el colmo de los aciertos habitar mi nueva condición civil. ¡El colmo de un hombre libre, de un padre libre! ¿Se me ha entendido esta vez? No lean otra cosa aquellos que se las inventan.

