
-Las discotecas están llenas porque las casas están vacías de amor.
Escuché la frase a mi lado como un golpe seco de la madrugada. La decía alguien muy joven, con muchos menos años que yo y más horas de movida en su cuerpo que las que yo hubiera sido capaz de aguantar cuando tuve veinte.
Me dejó atónito. Que se me hubiera ocurrido a mí, tenía un pase como la ocurrencia más propia y esperable de alguien con más edad; pero había sido él mientras los dos acabábamos de salir de uno de aquellos locales abarrotados de gente que, apelmazada, llega a impedirse incluso mover un solo brazo para bailar. Dijo aquello mientras esperábamos a que una amiga se liberase de su última despedida de conocidos a su paso, y aún mirábamos la puerta del local en el que ya no se cabía, pero ante el que sin embargo aguardaba una larga cola de esperanzados con entrar, como si no hubiera para ellos otro sitio en toda la ciudad. Parecía una larga fila de exiliados sin amparo buscando su refugio.
Cualquiera sabe, sin que yo me condene a la presunción, que disfruto de una maravillosa genética que aún me permite reunirme y salir con gente a la que aventajo en bastantes años. Y esa especie de camuflaje me deja asomarme a un mundo muy joven que agranda las nociones del mío. Por eso me llamó poderosamente la atención esa especie de sentencia clavada en el corazón de las cinco de la mañana.
No tengo nada en contra de las discotecas ni de los bares de copas. Yo mismo acababa de estar allí dentro, donde no cabía un alfiler. Pero siempre puede haber un punto medio entre una exageración y una verdad. Precisamente porque existe una parte de verdad.
Y llego a percibir que las calles están llenas de buscadores y buscadoras. Sobre todo los fines de semana, tengo la impresión de que las calles están bien transitadas de buscadores y buscadoras que, lo peor, es que no saben ni lo que buscan, como expediciones hacia la nada. Pero buscadores y buscadoras al fin y al cabo. Expertos en amagos de felicidad, especialistas en evasiones, veteranos de guerra en abismos, sabedores de carcajadas huecas, pero no de sonrisas profundas.
Hay siempre esperándonos una amplia red de negocios de soledades, de estrategias para hacernos sentir más solos cuantos más semejantes han convocado a nuestro alrededor, de reclamos para tantos vacíos y para secuestrar verdades enteras que matan a medias. Y en las barras, más que copas, nos sirven disimulos. Saben que estamos ya sobradamente hechos a consumirlos. Consumimos, consumimos sin parar consumimos. Y a veces es tanto el hielo que pedimos, que nosotros mismos buscamos helarnos la sangre.

