
No la he visto. Es tan maravillosa que no puedo verla. Es más grande que mi idea sobre la Virgen. Abarca hasta donde ni el Evangelio fue capaz de explicarla. Su presencia es un milagro que supera al de Caná. Desborda las más sagradas palabras. Si Ella no hubiera estado en Sevilla, yo tampoco habría sido tan mariano.
No la he visto. Nunca me siento preparado para verla. Dejo correr su Madrugada. Y me la cuenta siempre mi primo Alejandro como si fuera un corresponsal de la Gloria, un cronista de lo sublime que vuelve de acompañarla con la noticia del más allá.
No la he visto. Ya lo hice muchos años y siempre acabé lo mismo: por los suelos, derrumbado, contemplando desde este mundo lo que sé que viene y llega del otro. Porque La Macarena está de prestado para Sevilla, es un regalo del cielo, una enorme cura de humildad para que nunca creamos que nos pertenece. ¡Cuidado con la soberbia de pensar que es nuestra!
No la he visto. No sé sostener mi mirada cuando se cruza con la suya. Ella es demasiado para un simple mortal como yo. Cuando miramos a La Macarena, La Macarena nos mira a nosotros. No está encerrada en su dolor, no echa cuenta ni de su pañuelo, sólo le importamos nosotros, viene buscándonos con sus ojos, elevados, de frente. Y lleva en su cara el libro abierto de todos. La Macarena se lo sabe todo de todos. Tu alegría, tu pena, tu acierto, tu error, tu trabajo, tu paro, tu fortuna, tu ruina, tu pasado, tu presente y tu futuro ¡Todo! ¡Que se lo sabe y conoce todo La Macarena! ¡Que te lo cuenta entero en los breves minutos en los que se cruzan su camino y el tuyo! En su enigmática expresión revela todos los enigmas. Dibuja el esbozo de tu infancia, traza los perfiles de tu juventud, hace el escorzo de tu madurez, apunta los rasgos finales de cada existencia Y muestra siempre la sonrisa sobre el llanto.
No la he visto. ¿Quién hubiera sido yo, anoche o esta mañana, un hombre común, para que fuera a encontrarme con la Madre de mi Señor?

