
No quiere que la deje en paz. Aunque lo tenga a su alcance. Sabe que le bastaría una escueta palabra para conseguirlo, un mínimo deseo manifestado y yo lo haría. Algo así como olvídame. Ya está. Así de fácil y rápido, como en los anuncios.
Pero parece querer seguir asomándose a mi guerra, quizás porque presienta que también es la suya, la de los dos, la guerra de todos, la que deseamos vivir protegidos por una trinchera de besos, defendidos por una pasión interminable y sin el parte final de una rutina sin vencedores ni vencidos, donde todos salimos derrotados cuando no se le gana al amor.
La vida está llena de victorias pírricas y da la sensación de que ella lo sabe. La vida está plagada de espejismos del triunfo y apariencias de la suerte. Y los más engañosos son muchas veces aquellos que acaban siendo los más definitivos.
Intuye que hay decisiones que nos acompañan para siempre. Nos empecinamos en planes, pero acabamos en lo inesperado. Nuestra naturaleza no es quedar, sino pasar. Y no pocas veces añorar, desear los mismos trenes no cogidos. La vida, ¡en cuántas ocasiones!, es un andén del que no acaba de partir nuestro mejor viaje.
Ella no quiere que la deje paz quizás porque sabe que la paz puede ser estable, pero no emocionante. La paz no tiene madrugadas en vilo ni pensamientos que escribir con insomnio. La paz no escucha músicas ni canciones como navajas, ni deja heridas abiertas que han de curar con urgencia unos abrazos. La paz no busca libros con frases que nos amparen. La paz no sueña. La paz no inquieta. Y nos sobra -hasta exasperar- cuando es el amor el que falta.
Por eso ella parece esperar una zozobra de palabras futuras para un ajuste de cuentas con su pasado. Quiere escuchar para sí misma lo que nunca la tuvo por destino, ni vino a posarse en su boca o a entrelazarse por sus piernas. Nunca vio el amor desde la cima, y cree por eso que su altura no va más allá de la falda de la montaña. La besaron en la ladera, sin hacerle probar el sabor de la cúspide.
No quiere que la deje en paz. Me dejó el ruego de un envío de tribulaciones, atarla a la sospecha continua sobre sus errores, amarrarla a sus dudas, dejarla presa de sus preguntas. Y yo soy capaz de extender la mano hasta su abismo.

