
Recibo cartas, de mujeres y hombres, buscando mi parecer sobre si el amor mal correspondido debe aguantar tanto como aguanta a veces. Cartas en las que pretendieran mostrarme el pulso entre la entrega a toda costa y recibir a cambio el desdén más insoportable. ¿Qué habría de ganar entonces, seguir o dejarlo?
Les digo que ya no me enamoro de lo que no enamora. Parece una perogrullada, un pensamiento simple y de cajón; pero montones de historias humanas están contadas y padecidas por el empeño de sostenerse en una relación que se cae por su propia base. Es como cantar Y sin embargo, te quiero. Nos dan las claras del día esperando de sufridores, asumiendo hasta lo indecible los despropósitos de quien no se lo merece, en las horas más frías de su indiferencia.
Esa copla estuvo bien para otros tiempos y otras edades, cuando nos aferrábamos, adolescentes o muy jóvenes, a prendarnos con la persona que no justificaba sentir por ella tanto encantamiento. Pero en la madurez, para mí al menos, ha sido una larga conquista de conveniente sensatez que ya no me enamore de lo que no enamora: que te hagan sufrir, que no te valoren, que no te esperen con nervios y con ilusión, que ignoren lo que necesitas o descuiden los detalles, los importantes detalles, los decisivos detalles los vitales detalles.
Al amor hay que conducirlo hacia lo más razonable posible. Es la mejor cordura de una locura.
Pero insistir en quienes no nos hacen felices es un empecinamiento inútil, más propio de una utopía que del amor, que es por excelencia el gran contante y sonante. Insistir en quienes no insisten acaba siendo un esfuerzo ímprobo y en solitario frente a otra persona que no mueve un músculo por tenernos. A veces nos columpian, sí; pero como si las altas cuerdas del sillín colgaran del travesaño de una cruz.
Deberíamos sentirnos profundamente atraídos por la sencillez, por seres de luz tranquila, íntima y acogedora, sin necesidad de destellos ni apariciones estelares tantas veces engañosas, tan propias de los que se exhiben como si fueran un espectáculo. Nos convendría detestar de lleno las estrategias, los misterios y hasta un glamour falso como el truco de magia escondido en una caja de doble fondo.
Hay un tiempo prudente, como para todo, en el que esperamos hasta muy tarde, sin hacer reproches, apenas preguntando si nos quieren. Pero después de ese tiempo, si todo sigue igual, no deberíamos amar a cualquier precio. No deberíamos enamorarnos de lo que no enamora.

