Con toda modestia, puedo asegurar que uno de los mejores diplomas sobre cómo educo a mis hijas me lo ha dado -ya en tres ediciones- Miguel Caiceo. De otra forma sería imposible presentarse en su casa de Begíjar (o en la de Sevilla, da igual) con dos niñas de siete y once años, a pasar unos días de vacaciones. Las tres plantas que se ha hecho construir el humorista se harían imposibles de transitar para Marta y María, si las dos no estuvieran preparadas para moverse entre los centenares de objetos valiosísimos, propios de un auténtico museo. Si él supiera que en vez de dos señoritas yo tengo dos cafres (o, simplemente, dos criaturas medianamente normales), no habría amistad ni compadreo suficiente entre los dos -pues Caiceo es el padrino de Marta- para atravesar con mis niñas el dintel de la puerta. Aunque esté mal decirlo, son las únicas niñas que lo pueden hacer; bien lo saben con disgusto los progenitores de otras que no han obtenido el salvoconducto.