Érase una vez un chaval de pueblo, de Valencina de la Concepción, en la provincia de Sevilla. Y uso la palabra pueblo sin el sentido peyorativo que a veces, de manera injusta, se le suele dar. Sino más bien, porque su enorme humanidad es un compendio de la bonhomía, de ese hombre de pueblo cabal, sencillo, llano, humilde, hecho a sí mismo, capaz de convertir en terrenal aquellos éxitos que otros prefieren poner en el valle de los dioses.
Como la mayoría de los niños de su generación, quiso emular a sus ídolos del fútbol, intentando hacer en las calles y plazoletas de su pueblo natal las genialidades de las figuras del momento. Sevillista por los cuatro costados, admiró a Davor Suker por encima de todos. Sin embargo, sus esfuerzos por ser un número 1 con el balón en los pies se veían truncados por esa polio que le acompaña de por vida, y que le relegaba a jugar de portero.
Pero su afán de superación no le permitió conformarse con ese rol secundario, forzado por las circunstancias. Y un día, se enteró de que en Sevilla se podría practicar el baloncesto sentado en una silla de ruedas. Sí, deporte para discapacitados, pero una alternativa a su deseo por saciar esas ganas de ser alguien en el deporte. Y así fue como ingresó en el C.D. ONCE, una entidad deportiva fundada por agentes vendedores del cupón de la Organización Nacional de Ciegos. Y como si nada, aprendió el manejo, complicado, de la silla, esquivando adversarios, botando la pelota y lanzando a canasta. Y fue creciendo en su aprendizaje, y cada día iba superando metas, igualando a los grandes del básquet, y creció tanto, que se fue a Madrid, a ganarse la vida, porque un poderoso club, recién creado, lo fichó, y le dio unas condiciones laborales interesantes para labrarse su futuro. Y allí volvió a triunfar, alcanzando lo máximo. Pero en esa sencillez aludida, en ese apego a lo suyo, a sus raíces, a su familia y sus amigos, se encontraba la ansiedad de quien no se siente en su hogar. Y quiso regresar a Sevilla, dejar la gran urbe madrileña y volver a su añorada Valencina. Y en ese volver, reingresó en su Once, que estaba buscando el norte que perdió con su marcha. Y lo volvió a relanzar, claro, con la ayuda de otras muchas personas, pero con su tesón y calidad inusual.
Ahora, este niño, que como ven supo crecer, va a cumplir 39 años el próximo 25 de junio. ¡Y cómo ha crecido!. Creo, que para atrás. Sí, porque cuando le ves jugar al baloncesto en silla de ruedas dudas de si estás viendo a todo un hombre, hecho y derecho, casado, con un niño y una profesión al margen del deporte, o a un crío que sólo desea jugar, jugar, jugar
Este niño grande, dos veces grande, como persona y como deportista, se llama Diego y sus apellidos son De Paz Pazo. Y este fin de semana, con sus compañeros del CD ONCE-Andalucía ha vuelto a darle al club y al deporte sevillano y andaluz otro triunfo de enorme calibre. Ni más ni menos que otra clasificación para la fase final de la Copa de Europa, como campeón invicto de su grupo. Es tanto este éxito, que si estuviésemos hablando de fútbol o de baloncesto ACB acapararía el mismo protagonismo de Messi o de Riki Rubio. Pero a él le da igual. Él se conforma con disfrutar, con ganar, con ser capaz de hacerle en su propia cancha 44 puntos al actual subcampeón de Europa, de ser, tan cerquita como está de los 40 años, el máximo anotador del campeonato, y de integrar el cinco ideal.
Eso sí, no podemos dejar de lado, al resto del equipo, a esa Sonia Ruiz que logró la canasta casi decisiva ante el Santo Stefano en un final de infarto, a Latham, Pollock (también en el quinteto mágico), Pepe Navarro, Israel Sánchez, los hermanos Zarzuela, Pablo y Alejandro, Sergio Beiro, su entrenador Matteo Feriani, y a los ausentes, Rafi Muñoz y Tania Romero, y al apoyo humano de Antonio Delgado y Jose Hidalgo. Ellos han vuelto a ser grandes, dos veces grandes.