Está empezando la famosa década de los sesenta. Un joven de veintipocos años está tocando el piano en La Galera, un club de alterne de Madrid, que más tarde se llamará Stone. Suena su incipiente música para que la gente baile, tome copas y, si queda a su alcance, se lleve el gato al agua. Un muchacho, aún más joven, va a reunirse con él. Viene de la academia de canto del maestro Gordillo y se ha conseguido un contrato para actuar cada noche en aquella sala por doscientas pesetas. El pianista le ha escrito apenas cuatro canciones, pero las repite una y otra vez. El pianista se llama Manuel Alejandro y el jovenzuelo es Miguel Rafael Martos Sánchez. Los une desde el principio el azar de la primera lucha y la necesidad. Arañan sueños de gloria, persiguen escaparse de la vida corriente de millones de mortales y presentar a la mínima de cambio el pasaporte del talento para cruzar la frontera de los elegidos. Aún no son nadie, dos desconocidos por completo. No tienen nada, aparte de una ambición desmedida y audaz como para haberse metido en aquel antro de salidos buscando asomar la cabeza por donde sea. Pero ya están juntos; al menos, ya se han encontrado. Les conviene. Porque de aquí a nada los dos se van a necesitar mutuamente para hacerse grandes. El compositor, para que la voz portentosa del chaval lleve hasta el viento que llegue a miles de rincones las cosas que escribe. Acabará atravesando el mundo con miles de historias. Y el cantante, para que el modesto pianista le componga las canciones que le convertirán en un fenómeno artístico nunca visto antes. Uno viene de Jerez, es el hijo de un gran músico andaluz. El otro ha nacido en Linares, pero lleva ya tiempo viviendo con su familia en el barrio de Cuatro Caminos, donde duermen todos juntos en la misma habitación. El humilde sueldo de su padre, un herrero de la construcción, no da para más.
Todavía le queda que dar tumbos al dúo para que se convierta con el tiempo en un talismán de éxito. Ni siquiera el anónimo Rafael, que incluso ha recurrido al pseudónimo de Marcel Vivancos, ha incorporado a su nombre la ph de Philips para extraerle una grafía más larga y comercial.
Pero la perspectiva más simple lo habría hecho ver: está servida ya la mezcla explosiva entre compositor e intérprete, como una bomba de relojería que aguarda el tiempo para estallar. Así llegará Yo soy aquel. Y ahí comienza para el gran público de la música popular de España y América Latina la historia de un cantante irrepetible, pero también la de un creador genial llamado Manuel Alejandro.
Ese creador genial acaba de recibir el Grammy Latino 2011 a su brillante trayectoria profesional.
Un compositor de canciones no es otro que el que dona su corazón para que sea trasplantado al pecho de quien cantando va a darle vida. Deja su sangre y su nervio, su felicidad y su angustia, en la voz de quien se lleva su propia circulación. Realmente, antes que Raphael, Manuel Alejandro es aquel, el que la persigue cada noche, el que por su amor ya no vive, el que la sueña, el que la espera, aquel que reza cada noche por su amor.
La grandeza de todo compositor reside en saber ocultarse una vez que entrega su canción a la causa justa del intérprete que va a recibir gracias a ella los aplausos. El autor ha de saber quedarse necesariamente en segundo plano para facilitar el lucimiento de la voz que defiende su canción. Asume que quien canta se lleva los honores. Y quiera Dios que se los lleve, cabría pensar. En otro caso, su misión entera no se ha cumplido si deja desvalido de triunfo a quien le hizo el encargo.
Manuel Alejandro es el autor de soberbias canciones para los mejores intérpretes. Pero no olvidemos que porque él es aquel antes que Raphael; y rebelde antes que Jeannette; y dichoso como nadie junto a Manuela antes que Julio Iglesias; y pierde la cabeza por amor antes que El Puma; y se le rompe el amor de tanto usarlo antes que a Rocío Jurado o, antes que Marisol, pide al marinero que le hable del mar
Gracias a sus canciones se han levantado los altos vuelos de las carreras de famosísimos cantantes que no lo eran hasta que contaron con sus canciones expresas. Otros se han abierto las puertas de países hispanohablantes e incluso de la órbita más internacional. Y, ¿por qué no decirlo en justicia para Manuel Alejandro?, algunos han experimentado los altibajos del éxito por no seguir contando con la colaboración del compositor jerezano, padeciendo la diferencia entre los tiempos en que Manuel Alejandro -un auténtico sastre a la medida- les hacía las canciones y otros en los que recurrieron a compositores diferentes. Sin ir más lejos, el mismísimo Raphael no ha dado una con Bunbury, por más que el de Linares se empeñara en vender la idea de que el de Héroes del Silencio le había compuesto canciones que harían historia en su discografía como las de Manuel Alejandro. ¡Qué iluso! Enrique Bunbury no sabe ni por el forro lo que es Raphael. Y es que otra de las grandes virtudes de Manuel Alejandro ha sido escribir canciones bien conscientes de las capacidades vocales de los cantantes a los que iban destinadas, conociendo al milímetro sus tesituras, con la exactitud de llevarlas justo hasta el límite donde no se van a quebrar.
Desde Sevilla, la tierra por la que cruza ese río que quiso ser mar en la voz de Plácido Domingo, felicito con esta semblanza a Manuel Alejandro por haber recibido el Grammy Latino 2011.
José María Fuertes