Tienen que verla, porque es ver para creer. Que nadie me cargue a mí el mochuelo ni la responsabilidad de contarla entera. Sólo voy a dar apuntes de Erika Leiva, lo único posible, lo mínimo que en su caso está quedando ya al alcance de la televisión o de los discos. Esto siempre ha pasado con los grandes: o los descubres en directo, o todo lo demás son meras aproximaciones. La televisión es fría hasta para contar que arden los montes; y un compact es pura repetición mecánica incapaz de atrapar el fuego de la actuación en vivo.
El pasado viernes me encomendaron asistir a su debut en el Villamarta de Jerez. Fui llevado y traído por el propio representante de la artista, Carmelo Millán, para que fuera testigo, en primera línea, de cómo crece ante el público un fenómeno. No le voy a dorar la píldora a un manager por mucho que me suba a su coche hasta Jerez. Tengo una saludable soberbia que me impide contar lo que no siento. Así que lo diré sin rodeos y con absoluta sinceridad: Erika Leiva es grandiosa.
Jerez entiende de esto. Jerez no es cualquier sitio. Jerez es cuna. Y no digamos su teatro templo.
Me pusieron los pies en el mismísimo escenario para que, dos horas antes de comenzar el concierto, contemplara el ensayo de Erika. Juro que he visto bien de cerca suficientes artistas en esta vida para saber que ella tiene la difícil raza de la seguridad, el extraño rasgo del aplomo, el don ante los músicos, los ingenieros de sonido y los técnicos de luces, de dar las órdenes dulces, pero firmes. Está muy bien asesorada por un profesional que lleva en esto cerca de cincuenta años, pero Erika Leiva, antes que nadie, sabe muy bien lo que quiere. Se han juntado el hambre con las ganas de comer. Que no lo olvide ninguno de los dos cuando lleguen las necesarias discusiones y el contraste de pareceres.
Hasta las pruebas de sonido provocaron el aplauso y los bravos en los pocos y privilegiados asistentes que tuvimos acceso a su desarrollo. ¡Qué magia, Dios mío! ¡Qué temeridad fue meterme allí ahora mismo, cuando mis próximos sueños de cantante están preparando los caminos de un nuevo cuento musical junto a mis hijas! ¡Ay, además, lo que es un teatro, con la intravenosa del escenario, el destello en penumbra de los instrumentos de la orquesta, o el reflejo en hileras de las butacas, como en una iglesia a oscuras antes de que empiece la ceremonia del arte!
Si hoy no es fácil llenar las iglesias, tampoco los teatros. Las iglesias son gratis, pero la entrada del Villamarta costaba veinticinco euros en la España de la crisis, de los recortes, del paro nacional más grave aún en Andalucía, con la Merkel pasando de nuestros cantes. Sin embargo, allí estaba el público casi llenando un aforo de ochocientas localidades. Sólo podía con aquello, con un esfuerzo más y otro escozor del bolsillo, un saldo de dos horas y treinta y cinco minutos de auténtico recital, cuyo tiempo fue poco para lo que hubieran querido los espectadores puestos en pie una y otra vez.
Erika Leiva canta la copla como José Tomás torea: arriesgando sin cesar, en el preciso espacio donde una fina línea divisoria o te abre la puerta grande o ya estás en el quirófano, si llegas. Erika Leiva se pega al astado todo el tiempo, adelanta la pierna, no la esconde, pero jamás es enganchada por el muslo. La copla no es una canción de Jarabe de Palo. La copla es una tesitura de dificultades constantes, de riesgos vocales no asequibles para el común de los mortales, que requiere actores para acometer cada título, entrar y salir de cada papel continuamente. En cuestión de retos, bien pensado la copla procede de la familia operística. Hay que estar loco para atreverse con un peligro astifino como este género, lleno de trapío y bravura. La copla se canta hincando las rodillas a portagayola. No en vano dio sus mejores lances con un capote de grana y oro.
Erika Leiva nos la trae con el sello de la mejor tradición, en el juego perfecto del matiz y la energía, atravesando valiente por los mayores hitos de su historia: Concha Piquer, Juana Reina, Marifé de Triana, Miguel de Molina, Caracol, Antonio Molina, Lola Flores, Rocío Jurado Y nos la trae -esto es muy importante- sin rodeos ni complejos, sin aditamentos últimos para que se la tomen a cucharadas quienes mejor podían tomarse otra cosa, las nuevas generaciones que quieren ahora en todo un puñaíto de arreglos de Malú o de Rosario. Erika trae lentejas: el que quiere las toma y el que no las deja. En esto queda justo reconocer la interpretación de cada músico de la orquesta, compuesta por siete profesores de larga y probada trayectoria en conciertos, estudios de grabación y televisión. Una auténtica delicatessen dirigida por Daniel Mata (vaya aroma de piano, maestro).
Por no faltar a la objetividad con Erika Leiva, a lo mejor le sobra ser impecable y debiera romperse en algunos momentos; quizás le falte aún una pena honda real en su propia vida que busque atenazarle la garganta, encaramarse a ella como un suspiro persiguiendo el desahogo íntimo en la excusa de las historias de los demás, la coartada perfecta para llorar lo suyo mientras suene un ahogo ajeno escrito por otro. Todo llegará. Más tarde o más temprano (porque la vida es así en los materiales de que está hecha), algo vendrá a lastimarla en un quiebro adecuado. Para entonces, su capacidad expresiva será conmovedora.
De todos modos, ya se nota que pertenece al mundo del sacrificio y que está reñida con la comodidad. Es muy joven, pero más pronto aún empezó a luchar por demostrar su arte. El éxito es, no pocas veces, una larga espera de sinsabores y esperanzas cuyo beso llega, como cantaba la eterna Juana Reina, en el último minuto.