La muerte no deja de servir metáforas, abandonos en símbolos, restos de palabras dispares que se entrelazan, como si las unieran los guiones de dos apellidos a los que les conviene el parentesco.
Aunque no tuvieran nada que ver la una con la otra, hoy lunes, 8 de abril de 2013, se han entregado a sus minutos finales de vivir Margaret Thatcher y Sara Montiel. Cada una existió en las antípodas de la otra, para acabar compartiendo la isleta de papel de las portadas de los periódicos, el espacio difícil del protagonismo en el que tantas veces ambas llegaron a sentirse veteranas, en el hábitat natural de las celebridades.
Thatcher, la Thatcher, por revolucionar un mundo político desde el que causó con sus reformas tanta veneración como odio. Tenía el ADN de la controversia y le corría una sangre enérgica empeñada en aplicar contraindicaciones. Dejó atrás una Historia mundial escrita con el nombre de Las Malvinas, ganó pulsos propios de la musculatura hasta entonces sólo de los hombres, elevó los ovarios a la categoría ancestral de los testículos, y acabó bautizada en Rusia -mejor apodada, porque en Rusia no bautizan- como la Dama de Hierro.
Sara Montiel, Sarita al principio, nació en España, bien lejos de británicos y entre manchegos, y vino al mundo con piel de estrella en América. Ahora podrá decirle uno de sus galanes de reparto, Gary Cooper, cómo se está en los cielos. Se pasó la vida llevando en los labios un último cuplé cuyo éxito siempre impidió, hasta hoy, que fuera definitivo; y el largo cigarro de la eterna espera tras los cristales de alegres ventanales. ¡Hasta siempre, violetera!
Ya ven: la existencia humana está hecha de materias irreconciliables que se abrazan en la muerte. Hoy, sin ir más lejos, hierro y humo que nunca tuvieron nada que emprender juntos, han partido sin embargo al mismo tiempo de un planeta que cambia no sólo en las capas de ozono o por el calentamiento global, sino en los habitantes que lo poblaron dejándole huellas que será imposible olvidar.