MANUEL MACHUCA| Iba a comenzar por decir que no había podido evitar emocionarme al leer la última obra del médico y escritor sevillano Francisco Gallardo, pero qué puede esperar alguien ante la lectura de un libro sino que le tiemblen los cimientos de su existencia, que le inste a hacerse preguntas y, por qué no, a cambiar el paso en su caminar errático por el mundo. Así que no, ni lo he evitado ni he opuesto resistencia alguna.
El regreso, que no retorno, del autor a su barrio de San Lorenzo me ha calado muy hondo. He de reconocer que, en gran parte por razones muy personales, pero también por esa vuelta al tiempo de la niñez, el de la inocencia, que era, y utilizo palabras del autor, ser feliz sin necesidad de serlo, y que cualquiera, por dura que haya sido su vida, percibió en algún instante, por breve que este fuera. La felicidad era saltar al cielo, a piola, alto, muy alto y luego rebotar al cielo.
Francisco Gallardo narra sus recuerdos de la infancia en la voz del niño que creció, la de ese niño que cumplió su primera obligación de cualquier niño aunque luego lo lamente, la de hacerse mayor. A lo largo de las doscientas veinte páginas del libro se alternan fotografías de la época, desde la posguerra a los años setenta del siglo pasado, con relatos breves en los que no he percibido una lógica en la secuenciación, salvo al inicio y al final donde, a modo de relato circular, el autor dedica las piezas a sus padres que, obviamente conforman la columna vertebral de la obra, algo tan cuidado en un escritor que también es traumatólogo. Las fotografías proceden del archivo personal del autor, de la Fototeca Municipal de Sevilla y de diversas colecciones.
He clasificado el libro dentro del género de los microrrelatos con muchas dudas. Es cierto que son piezas de cien a doscientas palabras más o menos, pero existe una unicidad temática que engloba a la obra en un todo hecho en forma de teselas literarias, un collage.
En cuanto al argumento, literatura intimista, otro autor que habla de él. Pues sí. Vaya coñazo, qué se habrá creído este tipo, que su vida es muy importante. Pues no. Quien conozca a Francisco Gallardo sabrá de su discreción, de su humildad, de su capacidad de escucha, de su prudencia, de su serenidad, de su afabilidad en el trato y de su aversión a ser el centro de una conversación. Nada en él sugiere necesidad alguna de contar intimidad alguna y, por tanto, entender que este no es más que un libro de recuerdos personales es quedarse en la superficie. Al igual que se ha definido como muy de San Lorenzo, pero mirando a Nueva York en la entrevista que le realizó Luis Sánchez- Moliní en Diario de Sevilla -https://www.diariodesevilla.es/rastrodelafama/Francisco-Gallardo-San-Lorenzo-mirando-Nueva-York-rastro-fama_0_1366363508.html-, Cuadernos de San Lorenzo es un libro que habla de nosotros, de todos nosotros, o sea, del mundo.
La literatura del yo no tiene valor alguno si ese yo no es un punto de partida a partir del que el autor nos hable del mundo. Y el universo es tan grande y tan pequeño como la Plaza de San Lorenzo en la que jugó o la calle Santa Ana en la que vivió. El mundo cabe en Casa Ovidio y Joaquín, el bodeguero poeta, es un personaje digno de la literatura universal, probablemente como todos nosotros si tuviéramos, como deseaba aquel coronel, alguien que nos escribiera. La patria de un niño es su calle y en una calle cabe todo el universo. Quizás haya que patear el mundo para darse cuenta de que el origen de todo está en las manos, dice. Bastan las manos, un homenaje también a la escritura.
Francisco Gallardo ha regresado a su niñez en Cuadernos de San Lorenzo, a esa edad en la que se enferma de curiosidad, y ha querido contarlo, probablemente porque sabe lo que no sabía el niño entonces, que el mundo que se cuenta es mejor que el mundo que se calla, y porque ahora sabe que la vida es mantener como sea una vela encendida. Escribir para no morirse, dice el autor, llevar el alma a la mano, inventarse un mundo en el que las palabras son su esqueleto invisible. La prosa del autor es, como siempre, cuidada, densa, poética, lo que ayuda a crear esa niebla espesa que colorea la nostalgia. Porque hay nostalgia en la obra. No podría ser de otra forma, como cuando escribe delante de una foto de sus padres:
Estoy sentado, escribiendo delante de una fotografía, de dos miradas. Ambos me miran ahora que la noche cae con la verdad única del tiempo. Es difícil resistir esas miradas sin la nostalgia infinita de la infancia.
La nostalgia del niño que se hizo mayor, y de la que previó el niño cuando supo que alguna vez no tendría aquellas manos a las que agarrarse, la del que sintió que un escalofrío era la electricidad del miedo.
Las manos de los huérfanos son de algodón hueco, tienen los huesos de papel.
Como escritor que es, Gallardo no puede olvidar sus primeras intuiciones, las que anticiparían un futuro ligado también a la literatura:
No sabía el niño que son más de verdad las palabras de mentira. Que hay hombres que escriben para vivir otra vez, para no morirse.
No sabía, entonces, que los mayores iban al teatro a ver mentiras y, de paso, enterarse de la verdad.
Hubo un día en el que el niño supo una de las grandes verdades de la literatura, que hay mentiras que son más verdad que las estrellas. Como la emoción de la primera música, que le enseñó que hay cosas inexplicables que hacen llorar.
Francisco Gallardo ha escrito Cuadernos de San Lorenzo probablemente para vivir otra vez, para no dejar morir un mundo, el suyo, en el que cabe todo el universo. Ser hijo es no tener nunca bastante.
Post data: acertadísima edición de Algaida, que demuestra el cariño de los editores al autor. Un solo pero, la solapa: el magnífico currículum médico de Francisco Gallardo aporta poco a la obra literaria. El autor tiene suficiente trayectoria literaria como para ponerla en valor en la solapa. Cuando escriba de medicina, será el adecuado, pero aquí, creo que no.
Cuaderno de San Lorenzo (Algaida Editores, 2019) | Francisco Gallardo| 220 páginas| 17,00 €