Ana era una bonita joven, allá por los años sesenta, y salía con Alfonso, un muchacho algo mayor que ella, del cual estaba profundamente enamorada...
Llevaba ya unos cinco años hablándole a su novio, rondaba las 26 primaveras y sentía una lejana llamada en su interior. Como un despertador sonando, al que hubieran cubierto con un almohadón...
Sobre esa época, una buena a la par que envidiosa amiga le alertó sobre un asunto: su prometido se veía con otra chica las tardes que no salía con ella. Aquello la dejó inmóvil. ¿Cómo podía ser? Salía con Alfonso casi todos los días... Bueno, menos las tardes que él tenía que hacer horas extras, y las que tenía que visitar a sus abuelos, y las que...
Sí. Podía ser cierto. Tenía que hablar con él.
Después de una charla, una bofetada y un llanto, lo que podía ser cierto, finalmente lo fue...
Ana rompió su relacion con Alfonso a un paso del Altar, y cercana ya a los 27 años. En 1.962, estar aún soltera con esa edad era poco menos que una condena. Y para colmo, esa llamada interior.... ese riiiiiing que no dejaba de sonar, cada día con más fuerza... como si se fuese cayendo el almohadón que lo cubría...
Después de un periodo de luto por la ruptura, y sin olvidar nunca aquél amor, se fijó en un joven de su empresa dispuesto a casarse con ella desde el primer día que la vio: Antonio, se llamaba. Como se decía por aquellos tiempos, venía con los papeles debajo del brazo, y estaba perdidamente enamorado de la guapa chica de la oficina, desde siempre. Sólo esperaba la oportunidad de que ella quedara libre.
Ana se dejó querer. Tenía ya 28 años, y el reloj sonaba ya sin almohadón, fuerte, inoportuno, agotador...
Se casaron cuando ella cumplió los 29 años, y sí... le quería, le tenía cariño... nada más. A los 10 meses exactos vino al mundo Eva, y Ana estaba convencida de que Antonio sería el mejor padre del mundo. Nada les faltaría con él.
Puede que ella, cada noche, echara de menos el amor que aún recordaba en la persona de Alfonso, pero lo importante era que el maldito reloj había dejado de sonar... por fin...
Escrito por Marga de Cala
