
Ha sustituido a Camera Café durante el verano, con similares registros de audiencia que su exitosa antecesora, casi parafrasea el título de una película de Bergman, y aunque difiere en el tono empleado por el cineasta sueco para abordar el imperecedero tema de las dificultades en las relaciones de pareja, no lo hace con menos lucidez y desengaño. Me refiero a Escenas de matrimonios, la serie que actualmente Tele 5 emite de lunes a viernes en los albores del prime time, y pese a que debo confesar mi escasa devoción por las ficciones que produce el ventrílocuo Jose Luis Moreno, reconozco que las rencillas entre sus protagonistas han logrado arrancarme salvajes carcajadas de hilaridad al encender la televisión. La comedia, que tiene un referente directo en la pieza vodevilesca que incluía la infumable Noche de fiesta entre la actuación de Julio Iglesias y la de Chiquito de la Calzada, y que empleaba parte del vigente reparto, retrata con una mirada sarcástica, incisiva, a veces feroz y cruel, el amor, o lo que comúnmente se entiende por este concepto, en tres estratos diferentes de la vida, la juventud, la mediana y la tercera edad. La realización de los capítulos es deficiente, construida a base de planos estáticos y generales, un rasgo estético que delata la procedencia teatral del producto, con un escenario adjudicado a cada pareja que reproduce el entorno del hogar conyugal, pero que compensan unos diálogos ácidos rimados con ingeniosas réplicas. Quizás la explicación de que el seguimiento de las peripecias del matrimonio de pipiolos se me haga insufrible radique en que me repele su artificio, la constante (y estéril) reelaboración de los roles masculino- femenino, la terca voluntad de quedar siempre por encima del otro y - ¡ay!- la identificación generacional de alguno de los males que asolan al amor en los tiempos del Mercadona. No me ocurre lo mismo con la tirantez entre adultos o ancianos (más desinhibida, más desacomplejada, más desligada de las imposiciones de la corrección política), tal vez porque el gancho del elenco de actores no reside en creerse guapitos de cara y porque ambos sexos reivindican sus miserias, no manifiestan ni un asomo de arrepentimiento e incurren en la resignación. Es cierto que de manera habitual los guionistas recurren a los tópicos (a él le chiflan las cervezas, el fútbol y berrear con los amigos; a ella, las compras, las telenovelas y las revistas del corazón), sin embargo, como sucede en la desternillante y esperpéntica Aida (camuflada recuperación catódica de Valle Inclán), a través de la hipérbole se desfiguran los caracteres de los personajes hasta tornarlos en parodia. No obstante, a pesar de sus incompatibilidades, desavenencias y encontronazos (cuyo cenit alcanzan los casados mayores al desearse mutuamente la muerte), éstos están, sin remedio, abocados a convivir, una condena que se proyecta en los conatos frustrados por parte de los dos de abandonar la vivienda o en los fitreos posteriores a una arremetida.
A la postre, Escenas de matrimonios se me antoja una alegoría (con tres cortes de anuncios, eso sí, y sin risas enlatadas) sobre la atracción entre hombres y mujeres, y su esencia fundamental, la paradoja. La producción de Miramón Mendi me devuelve el reflejo de mi repentina curiosidad por una compañera de trabajo, a la que intuí un pensamiento grosero y acomodaticio tras conocerla, cargado de inferencias obscenas y egoístas, y que, a la luz del azar, de la entrada de Septiembre y de la noche rondeña, con su falda de volantes a juego con el violeta de la blusa, me ha parecido distinta, contradictoria, y por tanto, provista de interés. Qué le vamos a hacer.

