
Agosto, Club de Polo de Sotogrande. Tras cruzar la entrada del recinto, custodiada por varios guardias de seguridad con pinganillos sujetos a la oreja, y tras atravesar una zona de stands donde se vende ropa pija, complementos y artículos de lujo, mi compañera Flor y yo llegamos a la estancia donde presumiblemente se va a desarrollar la presentación del último libro de Catalina de Habsburgo, un monográfico sobre los Austrias. Se trata de un porche amplio que acoge un saloncito de un interiorismo caro, sofás de tapicería de piel y algunos objetos de decoración, con un mini- bar en el centro y pequeñas tiendas alrededor que exponen una selecta mercancía en sus escaparates (chalecos de Lacoste, bisutería, equipamiento de hípica ) La parte delantera del porche, cubierta por mamparas de cristal, improvisa un mirador con el césped brillante de las pistas de competición de fondo, las gradas y un locutor argentino que retransmite los partidos a través de un altavoz. Mientras las azafatas ultiman los preparativos y los invitados (un público mayoritario de la tercera edad, altivo y protocolario, compuesto por empresarios y aristócratas, que exhibe alhajas y modales a partes iguales) van entrando y acomodándose en sus respectivos asientos, hojeo un ejemplar gratuito de la revista de Sotogrande que he tomado de un expositor del vestíbulo. Está enterrada en publicidad, y salvo unas discretas secciones de actualidad económica y política, todo es una sucesión de anuncios de coches de gama alta y vuelos en clase business, de mansiones junto a campos de golf y marcas de moda de alta costura, de paraísos retocados con Photoshop y eslogans del tipo Los demás te llaman egoísta, ¿Y qué?. Recorro con la mirada las páginas de la publicación hasta que noto que alguien enfrente de mí extiende una mano en señal de saludo.
- ¡Hola! Me llamo Estefania.
Por un instante, la pronunciación de ese nombre, así, sin tilde y con un acento italiano pretencioso y excéntrico, me descoloca, y me induce a pensar, sin haber levantado todavía la cabeza, si la persona que me dispongo a conocer tiene dificultades con el lenguaje o simplemente es gilipollas. Se trata de una chica que rondará la treintena, de nariz prominente y bronceado de solarium, enfundada en un vestido negro ajustado que se cierra en dos tiras anudadas detrás del cuello y que deja su espalda al descubierto. Tiene dos tatuajes: uno en la nuca, con el dibujo de un sol, y otro en el tobillo, con una inscripción en japonés. Le devuelvo el gesto, presumiendo que es la responsable de prensa, y por la energía con la que me estrecha la mano, como un estremecimiento de carácter, deduzco que está encantada con el cargo. Efectuadas las pertinentes presentaciones, la chica se da media vuelta y se aleja dando zancadas aceleradamente; mi compañera Flor y yo nos encogemos de hombros. Mientras tanto, han ido llegando fotógrafos y cámaras de otros medios, situándose junto a nosotros, de pie, en la parte delantera del porche que improvisa un mirador.
Por fin, tras una breve espera, Catalina de Habsburgo se persona. Es una mujer joven, rubia, alta, de unos treinta y tantos muy bien conservados (su trabajo tampoco es para eslomarse) y una piel blanca, como de porcelana. Tiene esa apostura única de aquéllos a los que se les presuponen las virtudes de sus antepasados, transmitidas por herencia genética, a través de la sangre azul que circula por sus venas. Saluda a varios asistentes que se acercan a ella apoyándose en un bastón y después se encamina hacia una mesa colocada frente al auditorio, donde toma asiento entre dos ponentes. Uno de ellos es un historiador; el otro es el organizador de las actividades culturales del centro. Tras realizar una breve introducción del libro, en la que ambos han echado mano del recurso del peloteo a su autora, ceden la palabra a Catalina que, en un español algo afectado, aprovecha el acto para entonar una defensa de las monarquías europeas y para vindicar la recuperación del legado del Imperio Austro- Húngaro. Como una voz que se extingue en un susurro, la oigo elaborar sesudos argumentos para proteger su franquicia (las cajas de los supermercados ya están demasiado llenas de estudiantes en busca de un futuro mejor) y termino concluyendo que su obra no es precisamente de las que suelo llevarme cuando voy a la FNAC (más bien estoy barajando comprarme Nocilla Dream de Agustín Fernández Mallo, que ha recibido unas críticas estupendas en Internet). Además, ahora dudo si cuando se abra el turno de preguntas encontraré un hueco para pedirle una opinión sobre las fotos de la Princesa Leticia en bikini, que es para lo que he venido.

