
( ) el gerente de la empresa, vasco de origen, creo que supernumerario del Opus y educado en Navarra me había citado en su despacho para comunicarme que no había superado el período de prueba de mi contrato; también para explicarme que no había cubierto las expectativas que había depositado en mí, que escribía mal, que si me sometía a un test de actualidad lo suspendería y que había encontrado un remedio a su error en la buena disposición de dos becarias, de las cuales no pretendía fichar a ninguna.
Escribí estas líneas, de tono bastante contenido en general, en la habitación vacía de mi piso de alquiler en Zaragoza, puesto que ya tenía el equipaje preparado para regresar a Sevilla y las maletas contenían toda la parafernalia de mapas, paneles de corcho, pizarras, recortes de prensa y timings que había desplegado en las paredes. Las persianas, ligeramente echadas, impedían que me deslumbrara el sol y que el calor entrara a bocanadas, así que el interior se había quedado en penumbra, un ambiente que estimulaba la confesión. La sensación de intimidad sólo estaba rota por el sonido del televisor, que veía mi compañero de piso, Javi, en la salita, el rumor de las risas enlatadas del programa Sé lo que hicisteis, que se filtraba a través de la puerta entreabierta de mi cuarto. Uno escribe estos artículos de opinión por satisfacción propia, para engordar el book de trabajos, para no perder la práctica, pero también para conferir sentido a unos acontecimientos que no lo tienen y para intentar reparar los daños ocasionados por las decisiones irresponsables y arbitrarias de unos cuantos iluminados. La escritura es el consuelo que, tras la batalla, le queda al bando perdedor, las palabras que buscan vertebrar un relato coherente a partir de una realidad incoherente, porque así intenta reparar la catástrofe y entender las razones que han motivado el desastre. Sólo cuando se toca fondo, se empieza de verdad a valorar las cosas y a sacar fuerzas suficientes para afrontar la situación.
El gerente de la empresa, vasco de origen, creo que supernumerario del Opus y educado en Navarra me citó otro día en su despacho para dar su visto bueno a mi vestuario y decidir si lo acompañaba en una cita que había concertado con el gerente de una multinacional aragonesa de materiales para el embalaje. Desde su escritorio, reclinado en su asiento, con la soberbia del empresario que se siente propietario de sus empleados, me pidió que girara sobre mí mismo para supervisar mi atuendo (a una compañera en prácticas la amonestó porque decía que enseñaba las bragas), camisa oscura, pantalones beig y zapatos a juego, y en un gesto arisco, que no ocultaba una mueca de desagrado, me concedió su indulto. ¿Sabes lo que es un billardo? Me encogí de hombros, a modo de respuesta. No sé qué cojones os enseñan en la universidad. Eso se estudia en 2º de carrera, en una asignatura de economía Me explicó, en forma de rapapolvo (como el escritor Antonio Burgos me reprendería por no saber dónde queda el barrio de San Román o cuál es el nombre del párroco de la Iglesia de Los Negritos) que un billardo era la cantidad equivalente a mil billones y luego quiso convencerme de que era un ignorante por no barajar aquellas macrounidades de medida. Luego pasa como lo que le ha ocurrido a este redactor de El economista; que ha confundido en un artículo los billardos con los billones y al final se ha hecho un lío. Quise responderle que estaba confundiendo autoridad con desvergüenza y que, desde que me realizó la entrevista, él me estaba faltando el respeto; quise responderle que si un profesional especialista en la materia había confundido los términos a mí no podía reprocharme nada, puesto que yo no me encargaba de esa sección de contenidos; quise responderle que en la carrera se cursan otras muchas asignaturas que seguro él ya no recordaba y quise preguntarle la fecha de estreno de Primera plana de Billy Wilder, que también figura en algún temario; quise responderle que el que hace la ley hace la trampa, pero tuve que morderme la lengua. El gerente de la empresa, vasco de origen, creo que supernumerario del Opus y educado en Navarra partía en clara ventaja, jugaba en casa, tenía al equipo completo y había comprado al árbitro.
Un mes y medio después, ya en Sevilla, al fin libre de la égida oscurantista y autoritaria de mi antiguo jefe, cuando me disponía a cruzar la zona de raíles del tranvía de la Avenida de la Constitución, en una mañana aureolada de sol y viandantes, recibo una llamada de Javi, mi compañero de piso, informándome de que ha recogido del buzón una carta a mi nombre. Me confiesa que la ha abierto y que contiene una nueva oferta de trabajo de la agencia de comunicación de Zaragoza que me había despedido. La noticia me sorprende en medio de una ronda de currículums, donde varias empresas han dejado abierta la posibilidad de contratar mis servicios. ¿Te la mando? Sí, envíamela. Así ya tengo material para partirme el pecho. Y al colgar, una bandada de palomas, sorprendidas por la zancada que he dado para llegar hasta la acera, echa a volar a mi alrededor.

