Sin ningún género de dudas uno de los rincones más bellos de Sevilla es la Glorieta de San Diego. Entrada oficial y oficiosa del Parque de María Luisa, su condición de cruce de caminos entre las distintas Sevillas que convergen hacia su monumental fuente (la Sevilla clásica, la Sevilla del 29, la Sevilla cofrade, la Sevilla feriante, la Sevilla de las grandes avenidas y tantas otras ) han hecho de este lugar uno de los puntos de referencia de la ciudad.
Pero no es el objetivo de este artículo hablar de esta bella Glorieta, más bien al contrario; siempre he tenido una cierta afición a desbaratar lo desbaratado, y en este caso no iba a ser menos. Hace poco más de 100 años donde hoy tenemos el magnolio, la fuente y la Hispania coronada por su arco de medio punto se ubicaba un convento franciscano del cual solo ha llegado hasta nuestros días su nombre, que es con el que se rotula la plaza: el Convento de San Diego.
Dentro del boom religioso del siglo XVI, en el que Sevilla, por poner un ejemplo, pasó de tener 5 clausuras antes de 1473 (año en que se funda Santa Paula) a 28 en 1591 (cuando se funda la Encarnación), los franciscanos, orden muy ligada a la ciudad desde la Reconquista y que ya contaban con un convento masculino en la actual Plaza Nueva (Casa Grande de San Francisco) y otro femenino (franciscanas clarisas) en el de Santa Clara, deciden fundar un nuevo convento esta vez en la zona extramuros, para lo cual eligen un solar al sur de la ciudad, cercano al Alcázar y junto al camino que llevaba a la Ermita de San Sebastián (actual iglesia de la Paz), donde estaba situado un cementerio al que se solían transportar los reos finados en el también cercano quemadero de la Inquisición.
Así pues, en 1589 era fundado el Convento de San Diego de Descalzos de San Francisco, siendo el toledano Juan de los Ángeles su primer superior hasta que en 1592 marcha a Lisboa. Según Félix González de León: "El convento era mediano, estrecho en viviendas y celdas como para frailes descalzos; pero con todas las comodidades necesarias, y una dilatada huerta. Se trataba de un edificio de dos alturas con forma de U abierto hacia el camino del cementerio de San Sebastián que, en tiempos de Olavide, presentaba una arboleda delante de su fachada principal. Entre sus obras de arte destacaba un San Antonio atribuido a Murillo y una Inmaculada Concepción, la conocida como Virgen del Alma Mía, que se encuentra actualmente en San Antonio Abad junto a las tallas de San José y de San Diego.
Poco tiempo duraron los franciscanos en este convento. Encuadrado entre el río y la desembocadura del Tagarete, las continuas crecidas de ambos suponían un grave problema para la comunidad religiosa, que en 1784 resolvió trasladarse intramuros, concretamente al antiguo noviciado jesuita de la calle San Luis, de donde pasarán posteriormente a la calle Imperial (concretamente al palacio de los Marqueses de la Granja) y de allí a San Antonio Abad, donde se asientan definitivamente en 1819.
Pero no se acababa aquí la historia, al menos de momento; tal y como sucedería en Santa Lucía 100 años después, el Convento de San Diego pasó a manos privadas una vez desacralizado, en concreto a las de un inglés afincado en Sevilla, Nathan Wetherell (don Natan) que usaría las antiguas dependencias franciscanas para instalar una fábrica de curtidos.
Don Natan es uno de los personajes más emprendedores de la época, aunque para ello tampoco había que hacer muchos méritos. Además de esta fábrica y de otra que instaló en Málaga, fue socio fundador de la Compañía de Navegación del Guadalquivir, una empresa que pretendía hacer navegable el río hasta Córdoba, objetivo en el que fracasó aunque consiguiera importantes logros como el dragado del mismo, la puesta en regadíos de Isla Menor o introdujera la máquina de vapor en España.
Viendo como sus paisanos compraban las pieles en España a precios muy bajos, las manufacturaban en Inglaterra y las revendían aquí o a otros países, pensó con buen criterio que instalando la industria en suelo español se ahorraba los gastos del transporte y aumentaría por tanto la rentabilidad.
Por ello, compra San Diego a los frailes y en menos de 5 años el antiguo convento es remozado por completo para dar trabajo a 400 operarios, cantidad bastante importante para la época; en las celdas y dormitorios de los frailes se instalaron los talleres, en la iglesia se ubicó el almacén de pieles curtidas y en la antigua huerta se hicieron pilones y pozos e incluso se llegó a situar un cementerio para enterrar a los ingleses, preludio del que actualmente existe junto al de San Fernando.
Para adornar la fábrica o para alimentar su ego, viendo que los franciscanos se habían llevado todas las obras de arte y objetos de valor, el señor Wetherell se dedicó a adornar la curtiduría con lápidas y esculturas romanas que desenterraba de Itálica, lo cual debió parecerles muy bien a las autoridades que en 1790 le otorgaban el privilegio de proveedor de la Casa Real.
Ante el éxito de la curtiduría empezaron a aparecer nuevas fábricas del mismo ramo en la ciudad, sobre todo a raíz de la expulsión francesa. Tras varios intentos de seguir haciendo la industria competitiva, entre ellos mediante la instalación en 1821 de la primera máquina de vapor utilizada en una empresa sevillana, fue a la quiebra y pasó a otras manos, que la mantuvieron un tiempo en funcionamiento hasta que de nuevo es abandonado el edificio a mitad de siglo.
Uno de los años que suponen un punto de inflexión en la historia de Sevilla es sin duda alguna 1848. Recién casados, se instalan en la ciudad los Duques de Montpensier y quedan tan enamorados de la ciudad que adquieren el Palacio de San Telmo, antigua Escuela de Mareantes y los terrenos limítrofes para hacer un palacio que rivalice en belleza y suntuosidad con el mismísimo Alcázar. Entre estas fincas se encontraba nuestro antiguo convento, que desde este momento pasará a engrosar las pertenencias de los Duques, siendo el lugar señalado para alojar las dependencias auxiliares del palacio.
Don Antonio de Orleans llama al arquitecto Juan de Talavera para que adapte el obsoleto edificio, y de esta forma los antiguos claustros franciscanos vuelven una vez mas a su función residencial, en esta ocasión para albergar a los sirvientes del palacio y demás servicio encargado de mantener el inmenso jardín de los Duques, que se extendía hasta el Parque de María Luisa. Como curiosidad, señalar que todo el terreno fue cercado con una cancela de la fundición de Grosso que es la misma que podemos ver en la actualidad, ya que se restauró el modelo en 1990.
Una tropa de guardeses, jardineros, herradores, barrenderos y demás personal de servicio sustituía de esta forma a los esforzados curtidores hasta que en 1890 muere don Antonio, quedando todo el Palacio en manos de su viuda, la Infanta María Luisa.
La ciudad se encontraba en estos momentos en plena expansión extramuros, de lo cual ya habían dado buena cuenta las antiguas puertas y murallas, y necesitaba ampliar y unir la pujante calle Industria (actual Menéndez y Pelayo) con el Paseo de la Delicias para tener una salida mas clara hacia el río en esa zona y de esta forma evitar el rodeo por la calle San Fernando. Pero claro, había un problema y es que esta prolongación pasaba justo por encima de San Diego.
Resuelta a ser parte activa en el desarrollo de la ciudad, la Infanta accede a las pretensiones del Ayuntamiento y en 1893 dona no solo los terrenos de esta nueva calle, sino que también hace lo propio con los extensos jardines que se encontraban al sur de sus propiedades, que pasaría a ser un nuevo parque para la ciudad que, agradecida, llamaría de María Luisa. El consistorio se comprometía a reponer la verja en el cerramiento con la nueva avenida además de sufragar los gastos de las nuevas dependencias para los sirvientes en las posesiones que le quedaban a la Infanta, entre las que destaca el Costurero de la Reina, edificación proyectado por el mismo Juan de Talavera para albergar al cuerpo de guardia palaciego.
De esta forma, para contribuir en el progreso de la ciudad desaparecía un edificio que curiosamente había sido clave en el desarrollo industrial de la misma y del que solo ha sobrevivido su nombre hasta nuestros días, ya que en la actualidad no queda absolutamente ningún indicio del antiguo convento franciscano. En su lugar encontramos una de las avenidas mas bellas de la ciudad y una magnífica Glorieta obra de Vicente Traver (el mismo arquitecto de los cercanos Teatro Lope de Vega y del Casino de la Exposición) adornada con esculturas de Brackembury y de Pérez Comendador, Glorieta que años mas tarde, en 1929, sería la entrada de uno de los acontecimientos mas importantes de la historia de Sevilla, la Exposición Iberoamericana. Pero esa es otra historia .