
Acabo de estar en la manifestación de Sevilla contra los recortes gubernamentales. Nunca fui hombre de echarme a la calle para reivindicar nada, salvo la mañana azul del Domingo de Ramos. Nací en el seno de una familia bastante acomodada y crecí sin conciencia política. Mandaba Franco y ya está. Cuando al principio de la democracia conocí lo que era una pancarta con lemas muy diferentes a los de la Plaza de Oriente, me pareció que la gente se quejaba de vicio o reivindicaba lo innecesario. Y hubiera comprendido mejor un rótulo en Moscú que un panfleto en España. Ya no tengo nada que ver, o muy poco, con aquel individuo conforme con lo establecido. Si no soy ya un antisistema, me faltan tres cuartos de hora.
Vengo de una avenida con miles de personas, que me hacen pensar mucho viendo que han sido capaces de abarrotarla, desde el Ayuntamiento hasta el Prado, en pleno verano a más de cuarenta grados. Esta vez no ha sido la salida extraordinaria -cada vez más corriente- de un paso ni el aniversario de una coronación. He caminado un largo trecho de apreturas entre consignas coreadas y banderas españolas, sindicales y republicanas. Ya no me importa qué tres colores lleva el de al lado; sólo siento que estoy cerca y próximo de su angustia y él de la mía. Ya no veo esto por la televisión, de lejos, como si me contaran el tirón que le han dado a uno, mientras imagino que jamás me arrebatarán lo mío. La horchata está bien para La Ibense, pero no en las venas de un hombre.
Está temblando peligrosamente el suelo de España. Pero no ya sólo por los recortes, no porque haya sido objeto de una estafa electoral insultante, una mentira cruel y desvergonzada clavada en el mismo corazón de su esperanza; sino porque ha quedado a merced de los engaños de todos: del PSOE, de IU, de los sindicatos, de los líderes que pronuncian las arengas, de los eslóganes vociferados esta tarde, de la prensa que calcula meticulosamente, según para quien se dirija, la forma de contar la noticia y hasta de fotografiarla. Se me puede decir que todo esto es muy viejo, de acuerdo; pero creí que el Partido Popular iba a convertir los arteros modos en meros fósiles de un tiempo que se ya se merecía identificarse por su estilo con el siglo XXI. ¡Qué ingenuo! Por si alguna vez me creí siquiera sagaz, los míos me han dado una decisiva lección de humildad.
¿Quién separa ya del trigo del pueblo verdadero la cizaña de los políticos y los sindicatos corruptos? ¿Quién encuentra ya la aguja en el pajar? España es ya -lo he visto con mis propios ojos esta tarde- una peligrosa masa de desesperaciones sin contorno, una enorme masa gris desdibujada por el terror de las vanidades de los que hablan una trola detrás de otra. A ver: ¿Qué hacía Torrijos entre nosotros los parados, los funcionarios, los médicos, los farmacéuticos, los estudiantes, la policía o los bomberos, encabezando la marcha? ¿Qué hacían los sindicatos subvencionados (sobornados) con los trabajadores de los que se distancian en tantos momentos cruciales? ¿Qué hacía Pastrana con la boca llena de improperios al PP sin dejarse una sola saliva para el PSOE e IU en el recuento de nuestras desgracias? Cuando citó las ayudas de las que se nutren ya milagrosamente los peor parados -nunca mejor dicho-, ¿por qué ocultó el nombre de la Iglesia Católica, de las raciones prodigiosas que acerca Cáritas a la boca de los hambrientos, de los comedores de las monjas?
Nos movemos porque algo habrá que hacer. Pero, salvo que surja alguien que aún no conocemos y haya de venir en nuestra urgente ayuda, estamos dando bandazos en busca de un clavo ardiendo. Nos llevan y nos traen a su antojo por miles de ocultos intereses. Seguramente eso que se llamaba España, ya no tiene nombre.

